jueves, 9 de julio de 2020

120 CHIVOLOS SOLOS


Hace un par de entradas comentaba la sorpresa que me llevé al conocer la asociación OEPIAP (Organización de Estudiantes de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Peruana) en Iquitos. Fue por casualidad: uno de los muchachos, awajún él, conocía a una de las compañeras del equipo itinerante varadas por la pandemia, y la visitó. Almorzamos juntos y a medida que Darío contaba, mis ojos se abrían como platos.

Son universitarios, todos indígenas que desean serlo. Los hay boras, shawis, achuar, kukamas, wampis, kichwas, matsés, tikunas, murui, secoyas… De rasgos amazónicos, el sol y la lluvia en su mirada. Llegados de todos los puntos de la selva peruana a la gran ciudad para estudiar y labrarse un futuro; chicos de ribera, humildes pero listos y con determinación.

Su organización tiene un acuerdo a cuatro bandas con el gobierno regional, la UNAP (Universidad Nacional de la Amazonía Peruana) y AIDESEP (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana, sus mayores), vaya tela con las siglas. “Pero no se cumple” – continuaba. Deberían tener su terreno y sus instalaciones, y de hecho el anterior gobierno le concedió uno… que estaba calificado como zona deportiva, y en cuanto el presidente cambió se lo jalaron a pesar de que habían construido una sala de informática.

“¿Y dónde están ahora?”. “La mayoría estamos en un hotel propiedad de un señor chino que el gobierno ha alquilado durante la pandemia, pero no cabemos. Unos veinte están por la ciudad en cuartos. Cuando desee, nos visita”. Dicho y hecho. Una tarde antes del toque de queda me escapé por el distrito de San Juan. El hotel desde fuera es pituco y tiene hasta piscina vacía. Sentados a una mesa, la junta directiva de OEPIAP me fue desgranando sus clamores: además del alojamiento, la región les da su manutención, pero los alimentos llegan escasos y tarde. Están cansados de comer arroz y casi ni se acuerdan de las verduras y la fruta.

Mientras conversábamos, miraba por encima de sus cabezas y veía a un par de chicas salir de un pabellón, otro grupo allí al fondo, todos sonrientes y muy jóvenes. Muchos estudian en la UNAP, que les apoya con parte del coste de la matrícula, otros no, y todos tienen la torre encima: “Se van a reanudar las clases cuando termine la cuarentena, pero van a ser virtuales. Casi ninguno de nosotros tiene computadora, ¿qué vamos a hacer?”.  Muchos no tienen para su movilidad, su jabón… y los hay que renunciaron porque sus papás no pueden ya enviarles nada, las economías familiares despojadas hasta el extremo por el virus.

Pero lo que más me impactó fue cómo viven, se organizan, limpian… solitos. “¿No hay ningún adulto con ustedes, como asesor o cuidador?”. No. Es impresionante. Una especie de residencia de estudiantes manejada por los mismos jóvenes, con sus reglas, a su manera, sin la intervención de los mayores; los dormitorios separados por sexos, los roles de tareas domésticas, los horarios y las sanciones. Me quedé a cuadros, la verdad.

No puedo negar que los muchachos me cayeron de la patada, y que mi viejo gen se activó. ¿Cómo es posible que estos huambros estén acá, botados sin nadie que les acompañe? ¿Qué ocurre cuando se desesperan, se deprimen, pasan hambre, se enamoran, se desengañan…? ¿Quién les aconseja en trances de rotura de ilusiones o golpes crueles de la vida? ¿Quién les anima cuando se pierden o se cansan, quién les orienta? Nadies. Esa es la realidad.

Pobres pero valientes, desde luego. Duros para su edad, acostumbrados a los códigos de lucha y supervivencia del bosque y el río. Bregan para pedir apoyo aquí y allá, dejan documentos, tocan puertas y cuentan con la osadía de la juventud y las alas de los sueños por cumplir. A quienes estén leyendo esto: ¿qué podríamos hacer para ayudar a estos chicos y chicas que son el futuro indígena de nuestra selva peruana?

1 comentario:

elena dijo...

Se les manda el dinero de la carrera solidaria que los chivolos de acá les dejó encerrados el corona.