Para mí es un día emborronado de tristeza en el calendario. Nunca olvidaré aquel dolor, que jamás he vuelto a sentir desde entonces, esa amargura, esa indefensión... Porque aquel 7 de noviembre de 1995 perdimos a José Antonio.
José Antonio Rodríguez Bej
erano (apellido que siempre confundían con
Bejarano) llegó un día a Sanlúcar, a visitar a aquellos novicios salesianos, y mi vida no ha vuelto a ser la misma. Recuerdo cómo nos habló de Togo, de la misión, de Don Bosco...
Me marcó en misionero. La onda expansiva que sus palabras y sus
diapositivas produjeron en mis ojos jóvenes sigue vibrando hasta hoy, 22 años después.
Algo más tarde, en mis veranos en África, pude intimar más. Tuve el privilegio de patear con él Kara y sus alrededores, pero sobre todo conocí al
père Antonio en su trato con los jóvenes. Recién llegado a Togo, había ido a buscar a los chavales del mercado, muchachos miserables, venidos de los pueblos, que sobrevivían como podían descargando sacos o robando aquí y allá.
Se quedó muchas noches a dormir con ellos y como ellos, al raso, para ganarse su confianza. A partir de ahí, desbordante de carisma misionero, Antonio creó un auténtico imperio salesiano de servicio a los jóvenes más pobres.
La experiencia de Don Bosco de Kara me entusiasmó. Antonio era el alma de aquello, el
loco que imaginaba, buscaba financiaciones, batallaba, movilizaba, trabajaba por encima de sus fuerzas. Era impresionante cómo cada chaval creía que era su favorito; yo mismo
me sentí siempre querido por él de manera singular. Recuerdo que, cuando me presentaba, decía:
"éste es César, un salesiano de aquí que tenemos estudiando en España hasta que sea cura y regrese a casa". Jajaja, qué genio.
Era un hombre de gran libertad, que esquivaba las estructuras inventando caminos nuevos y originales. Estaba convencido de que
hay que estar cambiando siempre para responder a las necesidades de los jóvenes, de cada persona en particular. Fue un fundador de casas y misiones, pero decía que, pasado un tiempo prudencial, hay que saber retirarse para evitar que las cosas acaben dependiendo de alguien concreto, por muy excepcional que sea.
Como se pasaba habitualmente de la raya y no sabía descansar, eso le minó la salud. El paludismo traicionero le atacó a los riñones y,
después de varios avisos, lo repatriaron a finales de aquel mes de octubre. Desde su ingreso en el Virgen del Rocío de Sevilla, los médicos dijeron que no había nada que hacer, su hígado estaba envenenado y deshecho. Apenas tenía 41 años.Todos los días, cuando salía de la facultad de química, cruzaba la avenida de la Palmera y me pasaba por el hospital a escuchar noticias cada vez más oscuras. No quise verlo, pensé que prefería recordarlo tal como era, y no postrado e inconsciente. Hasta que aquel 7 de noviembre, al llegar, no vi a nadie; nervioso, sin paciencia para esperar al C-4, cogí un taxi que me acercaba a lo que temía y sabía.
Llevaron a Kara un mechón de sus cabellos y una uña para que allí sus jóvenes celebraran su entierro, y bailaron junto a una hoguera cantando un estribillo que pedía a Dios que
"el fuego que prendió el corazón del padre Antonio, prenda para siempre en nuestros corazones". Con su instinto educador, era capaz de ver en el joven lo que aún no es pero puede llegar a ser.
Él siempre creyó en mí. Me dijo una vez que
el misionero tiene que estar dispuesto a que Dios le apee de la burra. Hoy lloro con algunos costalazos
menuos en mi curriculum, pero me dispongo a honrar su memoria sintiendo algo de su pasión y pretendiendo un reflejo de su entrega. Sé que estará orgulloso, lo noto en el cosquilleo de esta llamita que me enciende el corazón.