Sentados en la mesa camilla, sin enagua por ser verano,
Ascensión y Manolo conversan sobre sus achaques, sobre la sequía de este año,
el precio de la bellota, recientes noticas de conocidos del pueblo, y, por
supuesto, del pasado; ambos superan ampliamente los 90 años. En un
momento, con suspiro y la mirada perdida en la lejanía, ella dice estas
palabras: “la vida pasa en un verbo”.
Cuando se regresa al terruño una vez al año o más, la
impresión del paso del tiempo es brutal. Mis sobrinos están mucho más
grandes, a algunos les ha cambiado la voz, Pilar ya es una mujer. En la gente
de mi quinta, esa lozanía se precipita hacia la “madurez” (me asusta
escribir vejez). De pronto nos ponemos a echar cuentas de los años que nos
quedan para jubilarnos, ¡y son ya muchos menos que los que llevamos trabajados!
Las conversaciones en la cena que cada año organizamos
(en la imagen) giraron en general en torno a los hijos. Todos tienen
vástagos adolescentes o en la veintena, y comparten los clásicos problemas de
comunicación y el abismo cultural que separa a nuestra generación de la suya,
especialmente debido a las pantallas. El celular se ha convertido en la caja de
pandora de todas las calamidades, y lo peor es la potencia con la que modela
cerebros y comportamientos.
Y, sí: la emoción predominante en los días de vacaciones ha
sido que todo transcurre a una velocidad vertiginosa. Unos amigos de
Cádiz vinieron a visitarme, y recordando descubrimos que la última vez que nos
vimos fue en el bautizo su hija, que estaba allí sentada cenando y tiene ahora ¡19
años! “¿Cómo así? ¿Tanto tiempo ya?”. Estábamos de veras asombrados y
brindamos con un excelente Habla del silencio aprovechando el momento y
atrasando su paso al borroso baúl de los recuerdos.
Ya empieza a hacer 20 años de casi todo (en certera
expresión de Jaime Gil de Biedma); de muchas cosas bastante más, pero sí de
ser quienes somos, con nuestra identidad y opciones de vida hechas, con las
personas, los proyectos y los lugares que configuran nuestra vida hasta la
fecha, 20 años después. Mi amiga Loren agarró vacaciones por las fiestas de
Esparragosa y dice que no lo hacía desde 1997.
Voy por la calle en Mérida y veo rostros del ayer. Son
personas que sé que conozco, pero no puedo ya decir de qué ámbito, ni su nombre.
Solo sé que forman parte de una sociedad, un paisaje, una vida que no es ya la
mía. Y me siento como una especie de astronauta ocasional, o un turista más, de
paso por la ciudad romana.
La vida vuela en un verbo, ¿pero qué verbo? Esta
cuestión ha ido tarareándose estos días en mi cabeza. ¿Fluir, tal vez?
No tanto recordar, creo. ¿Creer? Quizás sea más acertado luchar,
acá en nuestra Amazonía diríamos remar. Y qué tal caminar, bonito,
evocador. Porque no es un sustantivo ni un adjetivo ni un adverbio, la vida
acontece en una acción, en un movimiento, en una fuerza, en una tarea.
Es como una energía breve. Una “sombra que pasa” (Qo 6, 12)
o “una vela nocturna” (Sal 89, 4), con esa debilidad, pero con un
fulgor intenso, capaz de iluminar y dar calor. Quizá la palabra vaya por el
campo semántico de compartir, participar, comunicarse, ayudar.
Se ha deslizado ya “la mitad de esta carretera”, como dice
la canción de Jorge Drexler. Hasta nos atrevemos a conjeturar adónde iremos a
dar con nuestros huesos (“lo que tenga que ser, que sea”). El verbo podría
ser respirar ahora, acá, en este instante. No es cuestión de malgastar
el corazón o desparramar materia gris en lo que no pesa. Hay que exprimir cada
instante antes de que se nos cuele entre los dedos.
¡Ya lo tengo! Crear, sonreír, escuchar. Rectificar, aprender,
perdonar. Soñar, esperar. Agradecer. Definitivamente, la vida pasa en amar.
Un gran abrazo desde mi selva.