Me despierto de madrugada, veo que
son las 2 y noto que ¡tengo frío! ¿Estaré
enfermo? Miro el termómetro y no me puedo creer lo que veo: ¡21 grados! Agarro una manta, una
toalla gordita, me arrebujo en mi
cama y, recordando los inviernos de mis Valles, duermo rico, mmmmmh.
Pero, ¿estamos en la selva o qué?
Sí, lo que ocurre es un episodio meteorológico llamado friaje. Por la mañana se me ponen los vellos de punta a la hora de
la ducha con agua de lluvia helada, así que decido buscar qué es lo que pasa. Y
veo en Wiki que estamos en medio de “un fenómeno climático caracterizado por la caída repentina y brusca de la
temperatura, acompañada de fuertes vientos. Puede ocurrir más de una
vez en la Amazonía occidental, entre mayo y agosto. El fenómeno es una consecuencia
de la penetración de masas de aire
polar desde el Atlántico, a través de la cuenca del Plata, cuando
recibe el aire frío desde las regiones templadas de América del Sur”. Madreeee.
Un café calentito a media tarde
(que nunca tomo para no sudar más de la cuenta). Una chompita que me compré el
año pasado en Decathlon y que ya iba a criar telarañas en el armario, pantalones
largos y calcetines en los pies con chanclas, y sigo leyendo. “La duración
mínima del friaje es de tres días. Las principales consecuencias en la Amazonía
son humanas, por ejemplo problemas de salud por las bajas temperaturas fuera de
estación, heladas agronómicas, nieve y granizo que daña los cultivos y pastos
en las zonas alto andinas”. Diosito. Tres
días de repentino frío antártico, y yo con mis pellizas en España y en Lima.
En realidad, la sensación de frío
es más por la humedad (que siempre ronda el 90%) que por las temperaturas, que
apenas descienden hasta los 15º en el sur de la Amazonía peruana y hasta los 20º
por esta zona nororiental. Pero la gente, que no está acostumbrada, se pasa el día castañeando los dientes y
con los brazos cruzados. De pronto medio Islandia tiene gripa y los de la posta agotan las
existencias de paracetamol y naproxeno.
Para los nacidos en el hemisferio norte, es una deliciosa tregua en un
clima habitualmente asfixiante. En lugar de estar todo el día transpirando,
hay que abrigarse, cocinar garbanzos y hasta apetece una sopita hirviente para
cenar. Mi gata está todito el día tirándoseme encima buscando el calor
corporal, no hace falta usar abanico ni siquiera durante la misa, y casi
prefiero que salga el sol el rato del izamiento del pabellón nacional, que normalmente
cada domingo soportamos sancochados.
Me transporta a las candelas de la
nochebuena en Valencia, al braserito, las sábanas gordas, el forro polar y el
edredón nórdico; la confortable
calefacción de mi casa de Mérida, los pies sobre la madera amable del parquet,
el alivio que encuentra uno al cobijarse, lo relajante de un baño caliente
(asu, ya se me va a olvidar esa sensación). Siempre he preferido el calor al frío,
pero este oasis fresquito en medio de
la calorina selvática tropical me viene al pelo.