Nunca había percibido el peligro acecharte tan
de cerca.
Jamás había temido por tu vida.
Tú, la persona más mía sobre la faz de la tierra,
a quien pertenezco de la forma más íntima,
eterna
y total.
No sabía de qué modo mirar al cielo,
sobrecogido por la impotencia y abrumado
por la lejanía.
Para templar esa angustia, alguien me dijo:
“Únete a ella, dale fuerza, está en cada
una de tus células”.
Supe que era así.
Yo estoy siempre en cada una de tus
células,
desde que me llevabas en tu vientre
y a través de todos los momentos y las
edades de mi vida.
Prefería que, sea lo que fuere, me pasara a
mí y no a ti,
aunque seguro que me reprenderías,
y esa sonrisa apenas apuntada ahuyentaba
algo mi miedo.
Más tarde, convivir con tu debilidad…
Sentirte necesitada de mí,
de mi mera compañía y del poder sanador del
amor en silencio.
Contemplar tus heridas,
poder tocarlas y limpiarlas como María las
de Jesús…
Servir por amor no es una carga o una
molestia;
es un privilegio.
Si nos lo impiden, algo se marchita en
nuestra entraña.
Cuidarte precisamente a ti
es vivificante,
una categoría singular del gozo,
una suave exaltación.
Porque mientras tú vivas,
yo respiraré.
Contemplaremos juntos la inmensidad del
Mar,
que en este día te ofrece
un tiempo nuevo,
una esperanza que se alza
con olor a sal y a promesa.