En la semana dedicada
a las culturas del centro catequístico se estudian lenguas, costumbres,
geografía, valores, etc. de los pueblos indígenas de nuestro Vicariato. Y
muchas cosas se aprenden haciéndolas: danzas, comidas y bebidas, cantos,
artesanías, vestimentas tradicionales, y también la fiesta de la umisha con
la pandillada propia de la época de carnaval en muchos lugares.
Primero fueron a
buscar una palmera con ciertas características que había sido ubicada antes no
muy lejos de la casa (estamos en Indiana). Cortarla y traer el palo ya
supone todo un rito, y también sembrar la umisha en un lugar
adecuado de Pachamama para celebrar la fiesta. Ahí quedó plantada la
tarde anterior, con los premios colgados bien altos.
La umisha es
símbolo de abundancia, de los dones recibidos de arriba (apunta hacia el cielo), y especialmente los
frutos de la Madre Tierra. El hombre amazónico es ancestralmente recolector, pescador
y cazador, y no tanto agricultor y ganadero, y por ello el agradecimiento y la
referencia al Creador son nucleares en su cosmovisión. La búsqueda de comida es
una acción espiritual y comunitaria, no se puede “mezquinar” lo que se cosecha,
hay que compartir, poque todo es de todos de alguna manera.
Alrededor de la umisha
enhiesta y cargada de regalos comienza la danza, los valientes preparados
con shorts y polos a ser posible viejos en previsión de lo que viene. Se hace
un corro grande, los brazos de todos prendidos por los codos, que pronto se va
rompiendo en grupos al ritmo de la música tradicional. Tenemos caja,
tambor, flauta, zampoña…
Los participantes
pisotean la hierba y enseguida aparece el barro, elemento indispensable
para la diversión. El suelo se va volviendo más resbaladizo y comienzan las
caídas y con ellas las risas. Hay zancadillas, empujones, emboscadas y
trampas varias, nadie se libra de rodar por el piso y rebozarse como una
croqueta; a alguno solo se le distingue la sonrisa de dientes blancos. Un puro
juego que se disfruta a tope.
Cuando yo llego, ya
llevan un rato y parecen todos salidos de una película de zombis. Como es
natural, no tardo en aterrizar y puñados de lodo caen sobre mí sin
piedad. Una vez que estás embarrado de pies a cabeza, ya no te importa nada
y más bien me centro en manchar lo más posible a quien me dé la gana o veo
menos empercudido.
Hay una manguera que
casi constantemente riega a los danzantes. Esa agua tiene múltiples funciones: te
limpias los ojos cuando el fango ya no te deja ver, refresca porque se suda
a chorros y va ayudando a que el lodo sea más líquido, de manera que llega un
momento en que te metes hasta los tobillos, más que correr te deslizas y no doy
por tierra más veces porque mis compañeros me jalan.
Con alguna pausa para
recuperar el resuello (foto), continúan las bromas mientras nuestros pies baten
cada vez más la mazamorra oscura en que se ha convertido el terreno. Hay un
momento en que aparece el machete y con él se inicia el ritual del corte de
la umisha, una coreografía en la que vamos participando unos y otros
tomando el puñal y dando golpes al tronco.
Los expertos saben muy
bien cómo de una vez bajar la umisha, y cuando el palo cae una pelota
de concurrentes totalmente embadurnados se abalanzan hacia las sorpresas que pendían,
y que resultan ser jabón, pasta de dientes, algún caramelo, un taper… ¿Artículos
de aseo personal tal vez para que nos lavemos al terminar? Jeje.
Y sí, nos vamos al río
a bañarnos, porque de otro modo atoraríamos las cañerías y pondríamos perdidas
las duchas. Mis gemelos están duros por el ejercicio, pero más me pican las
mandíbulas de reírme. Pocas cosas hay tan explosivas y cómicas como pandillar
bajo la umisha; y para mí, pocas satisfacciones se comparan a
revolcarme en esta cultura, amar estas gentes, pringarme por este pueblo y
sentirme, aunque sea gracias a una capa de barro, un poquito más amazónico.