Al entrar en la
escuela primaria, que hace de centro COVID en Indiana, saludo al sereno de
turno que guarda la puerta; todos me conocen, especialmente desde que hace dos
semanas la pandemia se recrudeció, el establecimiento
se llenó y yo empecé a visitarlo a menudo. En la primera ola vine poco,
seguramente porque tenía menos tiempo y más miedo.
Los salones
(aulas) hacen de improvisados boxes
de aislamiento, y en cada uno
hay dos o tres enfermos; la parroquia prestó camarotes (literas) hace ya muchos meses. Proceden de Indiana misma
y de varias comunidades. Están clasificados por zonas; los más graves, cerca de
la entrada, son los que llegan con la saturación muy baja o además presentan
alguna patología concomitante. Allí están don Luis, doña Natividad y don
Antonio, todos pasando los 80 años.
Ni que decir tiene
que, pese a los esfuerzos y la buena voluntad de la municipalidad y de los sanitarios,
el lugar es el que es, y recuerda a esas imágenes antiguas de la gripe española
de 1918 con los encamados dispuestos en grandes pabellones de fábricas. Junto a los convalecientes están los tapers con restos de almuerzo, cajas de
medicamentos y un poco más allá, sus bacines. El calor es sofocante. Una
mujer tiende sobre un par de columpios del patio las sábanas que ha lavado.
Hay pacientes que están acompañados por algún
familiar, pero otros soportan solitos las largas horas y
jornadas, el ruido del concentrador de oxígeno rompiendo el silencio. Don
César es uno de ellos. Cuando entro a verlo me muestra sus piernas muy
hinchadas y me habla angustiado, entre sollozos. Necesita urgentemente un
diurético, pero el médico me dice que ya se acabaron; me voy a comprarlo a la
botica (con dinero de donativos de España) y a los quince minutos ya se lo
están inyectando.
El personal es a todas luces insuficiente para
atender a la treintena de internados que hay ya hoy; el municipio, además de dar la alimentación,
ayuda contratando técnicos en enfermería y se piensa pedir a los que recién
terminaron los estudios que vengan a echar una mano, pero están desbordados.
Los doctores han de combinar la atención aquí con la posta de salud. Sobre la
pizarra blanca del aula que hace de control
se leen nombres, horas, roles, tratamientos, avisos; junto a ella, una torre de
papel higiénico que me supera en altura.
Por fortuna, solo un
paciente necesita balón de oxígeno; don Luis consume de dos a tres diarios, y a
esta hora de las 11 de la mañana ya se terminó el último. Cuando le hablo me
llama “doctor”, como otros ancianitos acá. Con suerte en la noche llegarán
algunos balones recargados, y mientras
tanto esperan que él aguante con el concentrador, porque en Iquitos el déficit
de oxígeno es dramático y no están recibiendo emergencias. El concentrador
ayuda cuando la saturación no es demasiado baja, pero cuando cae a 80 o menos
ya no sirve de mucho.
En el segundo piso y
en un pabellón lateral se ubican los más leves y los asintomáticos, que suelen
salir a caminar por el patio o a sentarse en las gradas. Gente de mediana edad,
y también algunos jóvenes. La
conversación es muy diferente, se les ve más aburridos que aterrorizados.
Saludo a una pareja de Timicuro que conozco, Rider me explica que hace
artesanías pero que le gustaría estudiar, la señora Maritza sonríe cuando le digo
que su esposo me llama desde su pueblo para preguntarme cómo está. Incluso van
al auditorio en las tardes para mirar la novela, las noticias o la Champions League. Pero el tono cambia al
contar cuando la otra noche murió un interno, “solo había un técnico y no sabía bien qué hacer, gritaba… hasta que ya
todo terminó. Se llevaron el cuerpo por la mañana y lo enterraron al rato, no
puede haber velorios”.
Paso a despedirme de mi tocayo, que parece un poco más
tranquilo. “Hasta mañana”, y me
agradece, como todos, la breve visita. No
se puede más para no contagiarnos, pero no se puede menos. Se trata de
intercambiar unas miradas, de lanzar un “ánimo”,
o un “vas a estar mejor”, o un “ya queda menos”, dar un abrazo aunque
sea solo con la presencia y ofrecer un “me
importas” sin palabras. Ojalá a César le valieran, porque su corazón no
resistió y aquella misma tarde se marchó.