Un mensaje de
felicitación del año nuevo que recibí contenía esta frase: “Me alegro mucho de saber de ti. Imagino que tu nueva responsabilidad es mucha, pero se te ve contento. ¿Tienes contacto con la comunidad o estás
demasiado ocupado con tareas organizativas?”. Desde entonces sobrevuela
y circunda mi cabeza, como a Saturno sus anillos.
Disyuntiva que me inquieta.
Sospechaba que las labores administrativas y organizativas del vicario general
serían muchas, y siempre he sabido que no
estoy hecho para meterme en un despacho. De manera que lucho para que mis
días y horas no sean engullidos por los papeles, porque eso implicaría sin
remedio quemaera y, a la larga,
infelicidad.
El truco es intentar separar espacialmente unos
trabajos de otros: cuando voy
a Punchana-Iquitos (normalmente un par de días a la semana) e ingreso en la
oficina-agujero negro, me toca firmar un porrón de documentos, ver cuentas, obras,
cranear proyectos… y un sinfín de
historias relacionadas con la coordinación del Vicariato. “M`ha tocao y m`ha tocao”, diría Pepe Moreno. Y cuando regreso a
Indiana, trato de sumergirme en la parroquia, involucrarme, entusiasmarme a
tope con esta misión. Naturalmente que no se logra al cien por cien, porque el
celular invade cualquier momento y todos los quehaceres pueden solaparse, pero delimitar
escenarios ayuda.
Pero lo que de verdad me salva es el contacto
directo y sencillo con las personas. Una reunión, la Eucaristía, una conversación, o simplemente salir a la
calle y saludar, entrar en una casa, preguntar “¿cómo estás?”, compartir unas risas. Cosas simples que me hacen
sentirme uno más, parte de un pueblo, un ser humano y no un personaje o una función. Acá conectar es
más complejo que en Santa Ana o Valencia, porque mi piel, mi cultura y mi
manera de hablar son diferentes, pero solo intentarlo ya me refresca.
Y peor, este maldito
bicho retrae más a la hora de salir, así que hay que aprovechar las ocasiones.
Habíamos programado misa el domingo pasado en el sector San Juan, un barrio de Indiana
tradicionalmente católico pero que está de
capa caída. De hecho la capilla está tan deteriorada que pronto va a
desplomarse, así que citamos a la gente en casa de la señora Beatriz. Llegó una quincena de pueblo fiel, y como
es habitual un montonazo de niños por metro cuadrado.
El piso de tierra, el olor al humo de la tushpa, los pequeños moviéndose y
fastidiando, las bromas y las sonrisas tras las mascarillas son para mí como
una dosis de adrenalina pastoral. Conversamos sobre la situación de la comunidad, el hecho de que en los
últimos 20 años un montón de católicos se han pasado a otras religiones y sectas. Don Bernardo, el
viejo animador de más de 80 primaveras, cuenta la peripecia de la construcción
de la capilla. “Cuántas veces me han
invitado los hermanos separados a irme con ellos y me han ofrecido plata,
comida, vestido… Pero a mí me bautizaron en la Iglesia Católica y acá he de
morir”.
Me gusta que estamos
en su terreno, no en la catedral o en
la misión, que son edificios mastodónticos de material noble que remiten a un
pasado glorioso. “¿Y cómo podríamos
reconstruir la capilla?”. Y conversando van saliendo ideas y posibilidades.
Primero el plan era pedir apoyo al municipio, pero poco a poco “tal vez podríamos hacerlo nosotros mismos,
si reunimos a la gente”. De eso se
trata: levantar la capilla como trasunto de reanimar la comunidad.
No hay cafesito ni refresco ni nada, pero hay una
catarata de agradecimientos por la visita. Suenan de fondo, tras una pared de madera, los trajines de preparación del
desayuno. No podemos estrechar manos,
pero damos puñetes e intercambiamos miradas. Estoy seguro de que soy el más satisfecho
y aliviado. Como misionero y como
párroco, soy compañero de esta pobreza y aprendo a identificarme con este
pedazo de humanidad que Diosito me ha dado para que ame y me entregue.
Hemos quedado en encontrarnos de nuevo dentro de
quince días, ya con más peña. Cuando
llego a casa y abro la mochila, el alba
huele a candela.
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