Cuando leí Hamnet, nuevas regiones de mi sensibilidad se conmocionaron y se iluminaron con un alborozo desconocido. Avisé a mis hermanas. Descargamos cuantas obras pudimos de esta escritora irlandesa, hasta entonces casi desconocida para mí. Tomé otra novela, Instrucciones para una ola de calor, que me dejó fascinado. No quería seguir leyendo por temor a que se acabasen, hasta que escogí La primera mano que sostuvo la mía y ha sido una experiencia maravillosa.
La primera mano
que sostuvo la mía trata sobre
la maternidad. Una de las protagonistas, Lexie Sinclair, sufre un accidente
dándose un baño en el mar. Cuando está luchando contra la corriente, en la angustiosa
certeza de que va a morir ahogada, solo piensa en su hijo Theo, de dos años,
que quedó en la orilla:
“Quería decir
“tengo un hijo, hay un niño, esto no puede suceder”. Porque sabes que nadie los
querrá nunca como tú. Porque sabes que nadie los cuidará nunca como tú (…).
Sin embargo, ella
sabía que no volvería a verlo. Esa noche no estaría allí para ayudarlo a cortar
la cena. No recogería la cometa ni airearía la ropa húmeda ni le prepararía el
baño a la hora de acostarse ni le sacaría el pijama de debajo de la almohada.
No rescataría su gato del suelo en plena noche. No podría esperarlo en la
puerta al final de su primer día de colegio. Ni llevarlo de la mano cuando
estuviera aprendiendo a dibujar las letras de su nombre, el nombre que le había
puesto ella. No lo cuidaría cuando tuviera la varicela o el sarampión; no sería
ella la que dosificara la medicina o sacudiera el termómetro para bajarlo. No
estaría con él para enseñarle a mirar a la izquierda y a la derecha, y a la
izquierda otra vez, ni a atarse los zapatos, ni a lavarse los dientes, ni a
subir y bajar la cremallera del impermeable, ni a emparejar los calcetines
después de lavarlos, ni a llamar por teléfono, ni a ponerse mantequilla en el
pan, ni lo que tenía que hacer si se perdía en una tienda, ni a ponerse leche
en una taza ni a coger el autobús para volver a casa. No lo vería crecer hasta
alcanzarla, y después superarla en altura. No estaría con él cuando le
rompieran el corazón por primera vez, ni la primera vez que condujera un coche,
ni cuando saliera solo al mundo, ni cuando viera por primera vez lo que iba a
hacer, cómo iba a vivir, con quién y dónde. No estaría con él para quitarle la
arena de los zapatos cuando saliera de la playa. No lo volvería a ver”.
A medida que avanzaba por este pasaje, las lágrimas
afloraban serenas e incontenibles. Realmente me deleité con esa manera tan delicada,
original y certera de expresar qué significa una madre. Magistral; no me atrevo
a buscar más calificativos porque no quiero desdibujar ni un átomo la destreza
inigualable de Maggie O´Farrell, excelentemente acompañada por la traducción de
Concha Cardeñoso.
Los libros me rescatan de la tiranía de las pantallas; de
la pretensión smartphónica de domesticarnos la imaginación y
convertirnos en adictos a cascadas frenéticas de imágenes y sonidos. El gusto por
leer me conecta con lo más genuino de mi humanidad, me regala lentitud, me descansa
de forma creativa de la carrafilera de tareas todas urgentes que
componen muchos de mis días.
Qué lástima que solo el 18% de los alumnos de Loreto lleguen
al nivel satisfactorio en comprensión lectora; qué fracaso que un montón de
adolescentes acaben la secundaria y literalmente no sepan leer; qué
desolación que el analfabetismo ronde el 15% en nuestra región. Cuántas
personas se ven privadas de la preciosa oportunidad y la inmensa suerte de
disfrutar de esa versión de la felicidad que es la lectura de obras maestras
como esta.
Gracias Maggie, gracias Concha.
Gracias Mamá.