Vamos surcando el río Putumayo en su último tramo peruano en
el bote “Ruah Sumak Kawsay”, de la misión de Soplín Vargas. Levanto la vista
y me nutro de esta bella soledad, la naturaleza casi virgen derramándose en
ambas orillas, dos países -Perú y Colombia- conectados por 300 metros de agua y
multitud de peligros emboscados, la muerte que siempre es parte cierta de la
vida desbordante.
Son unas tres horas de navegación hasta Refugio, donde hoy
pernoctaremos Fernando, el motorista Yako y yo. De modo que tengo tiempo de
plasmar más impresiones, que en esta zona siempre me resultan contundentes.
Ayer de madrugada estaba en Estrecho y subí en “la línea” colombiana hasta una comunidad
llamada Espejo, donde Fernando me había indicado que me recogerían. “–
Pero si llego a ese lugar y no les veo, ¿me bajo igual? – Sí “– me
escribió. “- ¿Seguro…? – Sí”.
Ya pues. El deslizador me dejó en la orilla desierta, bajo
una lluvia ligera y helada a causa del friaje que lleva dos días azotando la
región. Un hombre se acercó, le pregunté si “ha pasado por acá el padre
Fernando”, me miró con cara de no entender nada. Una inquietud merodeó por
mi espina dorsal… ¿y si ocurrió algo y no vienen…? ¿Qué voy a hacer en este
sitio perdido en medio de la selva, sin conocer a nadies y sin señal
telefónica?
Jaime – que así se llama el vecino- me llevó a casa del
animador, Wilmer. Él y su familia me recibieron con sonrisas y de frente me
invitaron al primer cañonazo de aswa (masato) de la jornada,
inequívoco gesto de acogida en la gramática kicwha. La media tarde
transcurrió platicando y riendo, hasta que el ruido del motor anunció la
llegada esperada. Abrazos, más charla, apretones de manos y rumbo a Urcomiraño.
El frío arreciaba seriamente.
En Urco subimos a casa de Gilberto, su esposa y sus cuatro
hijos. Acá se nota que hay confianza, los chistes aderezan la conversación, las
risas dan la bienvenida a quienes van acudiendo, porque hay bautismos y en un
abrir y cerrar de ojos la casa se llena; “alli tuta”, “samashu”, me
impacta hallar acá a los kichwas del Napo, emigrados años atrás, lejos de su
territorio ancestral, pero con su cultura intacta: su idioma, las elegantes
faldas de las las warmis, sentadas en el suelo, su carácter suave, sus
pies descalzos, su humildad.
Se ha hecho de noche y han prendido un motor, DNIs vienen y
van para completar los datos, sobre el piso hay preparado un balde de agua, una
vela y los óleos. La ceremonia me permite fijarme en Fernando en acción. Es un
misionero ya experto, muy carismático, identificado con los indígenas, murui
de adopción, militante del diálogo intercultural. En su manera no hay
solemnidad, sí cercanía, constantes bromas y el interés por dirigirse a los
participantes en sus códigos; intuyo que, hasta alcanzar esta noche, fueron
necesarias muchas visitas, horas de escucha, paciencia y amor por estos pueblos.
No hay pollo, pero sí masato, por descontado, y así
vamos tragando un par de pates mientras se van despidiendo. Estoy hecho
mazamorra después de nueve horas en la “línea” y las aventuras de la tarde.
Armamos carpas para irnos a dormir; pienso que, con este clima, no voy a tener
suficiente con mi sábana, pero la señora me presta al toque una cobija,
en la que me enrosco como esos pescados que asan envueltos en hoja de bijao,
y caigo como una piedra (el masato ayuda).
Sí, es cierto que ayer no hubo cena (el almuerzo habían sido
dos panes con queso), pero esta mañana, nada más abrir el ojo, nos han
ofrecido un café hirviendo y a continuación un plato de sopa de fideos con
presa que nos han resucitado y equipado frente al frío. Nos hemos despedido
y hemos pasado a Peñas Blancas, en el lado colombiano, donde en casa de la
animadora nos han plantado un segundo desayuno: carne de res con arroz y
plátano sancochado, y de postre keke con cafesito. De ahí, una breve
pasadita por Ipiranga, de nuevo en Perú, donde hemos interrumpido una reunión
sobre el proyecto del cacao. Y nos han puesto otro café.
Y así. En el recorrido te olvidas del celular (¿dónde
estará?), del baño, abandonas tus rutinas y mecanismos, reutilizas los
calcetines y simplemente dejas que la gente te agradezca, con su lenguaje
sencillo y veraz, que estés ahí, que hayas ido a visitarlos. Eso es todo. No es
mucho, no hace falta que salves el mundo; pero es una pequeña maravilla que compensa
riesgos e incomodidades y hace que todo concuerde.