Me apetecía surcar de Pevas a Iquitos en el deslizador “Mons.
Laberge”, esa especie de fórmula 1 del río, con su enorme motor de 85 HP. Así
que, cuando se planteó el viaje fugaz de los misioneros de Guadalupe, alguien
tenía que acompañarlos y me apunté. El plan era bajar en ferry el viernes,
llegar de madrugada, trabajar esa mañana y regresar a la una del día para estar
en casa sobre las 6 de la noche. No me
acabo de enterar de que en la selva es mejor no hacerse programaciones muy ajustadas...
Todo salió bien en el viaje de ida y durante las pocas horas que
estuvimos en Pevas. De hecho descendíamos alegres las gradas que llevan a la
balsa de los botes de la misión cargados con las bolsas de comida que las
hermanas EMJ nos habían preparado. Y hasta comenzamos la travesía tomando unas
cervezas fresquitas ya a bordo. El clima
favorable, las oladas discretas, la visibilidad excelente, las palizadas
normales. Todo iba de perlas.
Hasta que todo se fregó. Solo dos horas después del zarpe, cuando
ya habíamos rebasado Yanashi, la embarcación dio una sacudida y el motor se
paró. “Acá nos quedamos”, dije yo, es
mi broma de siempre cuando hay que reponer gasolina o bombear. Don Félix, el
motorista, pasó a popa a mirar y sentenció: “se ha caído la cola”, y al
toque se me cayeron también a mí las ganas de guasa porque comprendí que
estábamos en problemas y serios.
La cola del fuera de borda, que va sumergida y en cuyo extremo
está la hélice, se había desprendido del cuerpo del motor y perdido en el río.
No había manera de reparar eso, y peor en mitad del Amazonas. Con todo, tuvimos
suerte, porque nos encontrábamos botados cerca de un lugar llamado Colonia, y al ratito de estar a la deriva vimos un peque peque con una pareja de viejitos,
les hicimos señas y vinieron a auxiliarnos. Les pedimos si nos podían
“hacer un cachuelo”, es decir remolcarnos hasta la comunidad para pedir ayuda.
Dicho y hecho.
Por supuesto, durante todo este rato estábamos desconectados por
teléfono porque en la inmensidad de la Amazonía no hay señal, solo cerca de
núcleos de población medio grandes. Dando las gracias a los amables ancianos,
saltamos a tierra a ver qué lográbamos. Ubicamos al teniente gobernador y
conversamos con él: ¿sería posible que
nos prestaran un 40? “No hay un motor así
en toda la comunidad” – nos dijo. Pero sí podrían cachuelearnos de nuevo hasta Orán, a una hora río arriba, donde
se capta señal, tenemos conocidos y habría más posibilidades de solución. Y si
nos agarra la noche (eran ya más de las cuatro), allí podemos quedarnos.
Menos mal
nuestra gente bella de la selva, siempre con la sonrisa puesta, siempre
generosos. Con las correspondientes cuerdas se volvió a amarrar el
deslizador al
peque y pasé una hora
de navegación sentado en su proa rastreando la cobertura telefónica para tratar
de comunicarme con Orán lo antes posible. Los guadalupanos tenían su vuelo
desde Iquitos al día siguiente y no era cosa de perder un segundo. Al fin, tras
muchos intentos, el cacharro timbró y Ramón, el seminarista de Orán que está de
vacaciones en su pueblo, descolgó.
Durante todo el tramo de quedaba hasta allí, Ramón buscó sin éxito
un 40. Cuando me dijo que era imposible, llamé a Yanashi para pedirles que nos
trajeran el suyo, poder acomodarlo en el “Mons. Laberge” y continuar viaje
aunque fuera más despacio. El párroco Claudio hizo las coordinaciones y se puso
en marcha esta idea. Una vez en Orán,
tocó esperar un buen rato hasta que los de Yanashi llegaron con el motor de
reemplazo; los papás de Ramón nos brindaron sus hamacas y una taza de avena con
pan. La noche había caído hacía tiempo, pero al menos, si no podíamos seguir,
disponíamos de un lugar seguro donde pernoctar.
Las operaciones de colocación del motor prestado en nuestro bote
se me antojaron más sencillas y rápidas que lo que me había imaginado, pero aun
así pasaban las 8 de la noche cuando conseguimos zarpar. Comenzaba el episodio más arriesgado de nuestra aventura: surcar hasta
Indiana atravesando la boca del Napo, un paraje bien peligroso, y especialmente
en esta época de vaciante porque el río hace aparecer playas a su antojo.
Ramón iba parado en la proa con un potente foco para guiar a Félix, yo sentado
a su costado y los padrecitos dentro, con todo y motor siniestrado: en total
siete personas y un peso tremendo.
La nave avanzaba muy despacito, con mucha cautela. Le iba
preguntando de tanto en tanto a Ramón si tenía sueño, y me decía “estoy bien”. Inquieto, yo volteaba la
cabeza para mirar a los costados y apreciaba una interminable orilla sombría a
lo lejos, por todas partes, como si nos rodease la tierra en una laguna
gigante. “¿Cómo acertará este muchacho a orientarse acá?” - me preguntaba. Pero
sí, iba dando indicaciones: “A la
derecha… cuidado… un poco más despacio…”. Hubo un momento en que la hélice topó con el fondo, todo se conmocionó
y temí que nos quedáramos atorados y varados en medio de esa nada. Hubiera sido
aterrador, el resto de la noche nos hubieran acabado los zancudos y Dios
sabe qué hubiera ocurrido.
El trecho más complicado llevó un par de horas. Una vez que Ramón condujo la embarcación a
la orilla derecha y yo comencé a reconocer lugares más próximos a Indiana
(Capironal, Yanamono…), supe que ya estábamos de nuevo en el Amazonas, que lo
peor había pasado y me sentí a salvo. Aun así no arribamos a casa hasta las
cuatro de la madrugada, ocho interminables horas de recorrido. Ya ni me acosté
recordando Santa Clotilde, la oscuridad y la soledad del Napo, la naturaleza con
su fuerza nos zocotrea, en cuántos
momentos me veo medio perdido… Pero
Diosito siempre está ahí para regalarnos oportunos cachuelos.