Homilía para el Corpus; un poco larga, pero con enjundia.
Llegó la hora de la escasez, de las
vacas flacas; llegó por tanto la hora de compartir. Compartir es hacer concreto y visible el amor, es el mecanismo por el que la solidaridad deja de ser un sentimiento para convertirse en algo material y sólido.
“Cuando uno no tiene nada, lo comparte todo. Cuando tiene algo, ya comparte menos. Si tiene mucho, ya no puede compartir, tiene que defender lo que tiene”.
1. Para saber compartir, la primera condición es no tener. Compartir es algo propio de los pobres. En la posguerra, en los años del hambre, no había de
ná, pero la gente mayor te cuenta que “estaban todas las casas abiertas”, y siempre había un cacho de pan para la vecina que ese día estaba
escasa. Todos sufrían, todos necesitaban, y por tanto todos tenían afinado el sentido de la solidaridad y sabían multiplicar lo poco que encontraban.
Compartir no es “dar”, ese dar propio de quien tiene de sobra, como cuando damos a los que vienen recogiendo ropa en el cambio de estación, prendas que ya no queremos; o como cuando aprovechamos una campaña de recogida de juguetes para librarnos de tantos trastos inútiles que no sabemos dónde meter; o como cuando echamos un euro en el sobre de Manos Unidas. “Dar” de esa manera es algo más bien de ricos, un gesto indoloro que hace superior a quien da, y que, como mucho, tranquiliza la conciencia (“yo ya he colaborado”).
2. Además, compartir implica que, cuando doy, me quedo sin lo que doy. Una simpleza que Jesús explica con este ejemplo:
“El que tenga dos túnicas, que le dé una al que no tiene ninguna, y el que tenga comida que haga lo mismo” (Jn 3, 11). Por eso, para poder compartir, no podemos acumular, hemos de vivir con austeridad, sencillamente, para permitir a otros que vivan y para dar de lo nuestro y
perderlo, no dar de lo que nos sobra.
3. Compartir es responsabilizarme de lo común. El supuesto “estado del bienestar” nos ha educado en “ordeñar”, no en compartir. Éramos un país rico; teníamos tanto que nos creímos con derecho a todo, y nos dedicamos a aprovechar sin conocimiento esos recursos teóricamente
inagotables. Todo el mundo a ordeñar la vaca, tanto que, cuando el animal empezó a flaquear, hubo que alimentarla artificialmente con préstamos… hasta que el sistema se desfonda, porque resulta que la gordura de la vaca era postiza.
La ayuda a domicilio tiene los días contados; el PER veremos a ver… Pero en mi pueblo estamos pensando crear un
banco de tiempo. Se trata de compartir e intercambiar lo que cada uno puede hacer: yo te arreglo estos enchufes y tú te quedas con mi padre para que yo pueda salir una noche. En otro pueblo, un vecino está arreglando la acera de su casa, que estaba mal hecha y dejaba pasar la humedad; el ayuntamiento pone los materiales y él su trabajo. No cobra, comparte.
¿Por qué todo ha de solucionarse con dinero? ¿Cómo hemos llegado a ver tan
normal que haya que pagar a los familiares para que cuiden de los ancianos? La espiral de tener más, sea como sea, nos ha llevado a la bancarrota en la que estamos. Es un desastre humano, que afecta a la esfera de los valores. La lógica del compartir puede ser buen tratamiento contra esta patología del corazón: en vez de
arrebañar, aportar; en lugar de “¿cómo me puedo beneficiar?”, más bien “¿qué podría yo
arrimar para que esto salga a flote?
4. Compartir es la lógica de Dios. En vez de salvarnos sentado en su celeste sillón con un rayo todopoderoso, ha venido a estar entre nosotros, a ser uno de nosotros, a ver si nos enteramos de cómo podemos ser auténticamente humanos. Dios habita en nuestra casa, no se pone por encima, sino a la misma altura, porque comparte nuestra pobreza, y con su manera de vivir nos enseña qué significa felicidad, qué es eso de “la salvación”: liberarnos del egoísmo que nos atrapa y nos aniquila, simplemente amando y compartiendo.
Y por si no quedase bastante claro con su vida y su muerte, Jesús se ha hecho pan. Dios es pan que se parte y se comparte. El pan es el símbolo de la necesidad humana, de la llamada urgente y permanente a compartir para poder vivir
todos. El pan nos recuerda que todos somos hermanos, y por tanto todos iguales, y con el mismo derecho a las cosas básicas. No podemos por tanto despilfarrar.
Celebrar la Eucaristía significa compartir: todos comemos del mismo pan. Comulgar nos exige no tanto “estar
en gracia, no tener pecados (…)”, sino
“estar en solidaridad”.
Sacar este pan a la calle nos compromete más; nuestra procesión es denuncia de las nuevas formas de injusticia: el paro, el desigual acceso a la educación, los desahucios, los atentados contra el derecho a la sanidad, la discriminación de los inmigrantes, la reducción en los fondos de ayuda a los países pobres…
Nuestra procesión es compromiso de compartir; así luchamos los cristianos contra la desigualdad: compartiendo. Como Jesús nos ponemos a favor de los débiles, compartimos con los más humildes como deber evangélico. Solo así nuestra fe es creíble. Solo el amor es digno de fe.