Querido Antonio: llevas poco menos de dos semanas en España, nuestra tierra, adonde has regresado para quedarte, después de 16 años en el Perú, 13 de ellos en Celendín... ¿cómo estás? Sabes, en medio del ajetreo de la Navidad y del fin del año, que tú conoces bien, estos días he pensado mucho en ti. ¿Qué estarás haciendo? ¿Cómo pasarás la Nochebuena? ¿Qué tal gestionará tu corazón la catarata de sentimientos de este momento: abrazos y lágrimas de despedida, abrazos y risas de reencuentros?
Es curioso: a pesar de que Mendoza y Celendín están a una considerable distancia, siento el vacío que has dejado. Has sido tan importante para mí en estos dos años, que a cada paso se me presenta tu ausencia en los cerros, en las quebradas, en la belleza y la dureza de esta tierra nuestra que será tuya por siempre. Porque amas este país, estas gentes, y el Perú te ama a tí y ya te extraña.
Tú ya eras un referente en mi vida antes de conocerte, cuando Joaquín Obando me hablaba de ti, de tu misión en la diócesis de Cajamarca (le gustaba remarcar eso). Siempre has pertenecido al grupo de mis misioneros míticos, con Nemesio, con Serafín, con Josely, con Antonio León... Y cuando pudimos compartir vida acá en Perú, permíteme que te diga (ahora que no nos oye nadie) que superaste todas mis expectativas. Eres un modelo de persona, de cura y de misionero, cuánto le agradezco a Diosito que te haya puesto en mi camino.
En primer lugar por cómo me trataste desde el comienzo. Me invitaste a pasar en Celendín aquella primera Navidad lejos de casa, ¿te acuerdas? Me lo hiciste más llevadero con tu delicadeza y tus detalles de hermano. Y además resististe mis preguntas de novato colmado de la ilusión de los primeros pasos, me aconsejaste, me mostraste trozos de tu experiencia, compartiste intuiciones. Fueron unos días preciosos que nunca olvidaré.
Me impresionaban tu determinación, tu claridad, tu intención de estar incondicionalmente al lado de los más pobres, defendiendo causas justas, arriesgando, hasta esquivando los balazos si hacía falta. Pero al mismo tiempo manejas una humildad muy de andar por casa, que te permite caminar al paso de cualquier persona por pequeña que sea. Recuerdo cómo tu ministerio quedó iluminado por el Papa Francisco: nadie como tú ha trabajado, profundizado y asimilado sus escritos y su estilo, qué bárbaro. Eres un hombre espiritual en el más original sentido de la palabra, es decir, un hombre práctico, pastoralmente resolutivo y con la capacidad de distinguir a Diosito allá por donde va, y conectar con Él en los rostros de los más necesitados.
Por eso, aunque valiente y decidido, eres tierno, custodio de lágrimas que te desbordan apenas tu corazón vibra, se apasiona, se emociona. Eres la encarnación viviente de Evangelii Gaudium 270, uno de mis párrafos favoritos: "A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura".
Y cuando llegó el momento más difícil, ahí estuviste para escucharme, para comprenderme sin juzgarme, para poner una mano en mi hombro y darme una palabra que me orientase. Con exquisita finura, con suavidad, con eficacia, como eres tú. Los dos lo sabemos. Gracias, Antonio Sáenz. Te deseo felicidad en esta nueva etapa, tienes mucho por vivir, muchísimo que dar. Yo te necesitaré por ese Amazonas que me espera, y sé que estarás ahí, con la sabiduría de tu sonrisa y tu ternura fuerte.
Es curioso: a pesar de que Mendoza y Celendín están a una considerable distancia, siento el vacío que has dejado. Has sido tan importante para mí en estos dos años, que a cada paso se me presenta tu ausencia en los cerros, en las quebradas, en la belleza y la dureza de esta tierra nuestra que será tuya por siempre. Porque amas este país, estas gentes, y el Perú te ama a tí y ya te extraña.
Tú ya eras un referente en mi vida antes de conocerte, cuando Joaquín Obando me hablaba de ti, de tu misión en la diócesis de Cajamarca (le gustaba remarcar eso). Siempre has pertenecido al grupo de mis misioneros míticos, con Nemesio, con Serafín, con Josely, con Antonio León... Y cuando pudimos compartir vida acá en Perú, permíteme que te diga (ahora que no nos oye nadie) que superaste todas mis expectativas. Eres un modelo de persona, de cura y de misionero, cuánto le agradezco a Diosito que te haya puesto en mi camino.
En primer lugar por cómo me trataste desde el comienzo. Me invitaste a pasar en Celendín aquella primera Navidad lejos de casa, ¿te acuerdas? Me lo hiciste más llevadero con tu delicadeza y tus detalles de hermano. Y además resististe mis preguntas de novato colmado de la ilusión de los primeros pasos, me aconsejaste, me mostraste trozos de tu experiencia, compartiste intuiciones. Fueron unos días preciosos que nunca olvidaré.
Me impresionaban tu determinación, tu claridad, tu intención de estar incondicionalmente al lado de los más pobres, defendiendo causas justas, arriesgando, hasta esquivando los balazos si hacía falta. Pero al mismo tiempo manejas una humildad muy de andar por casa, que te permite caminar al paso de cualquier persona por pequeña que sea. Recuerdo cómo tu ministerio quedó iluminado por el Papa Francisco: nadie como tú ha trabajado, profundizado y asimilado sus escritos y su estilo, qué bárbaro. Eres un hombre espiritual en el más original sentido de la palabra, es decir, un hombre práctico, pastoralmente resolutivo y con la capacidad de distinguir a Diosito allá por donde va, y conectar con Él en los rostros de los más necesitados.
Por eso, aunque valiente y decidido, eres tierno, custodio de lágrimas que te desbordan apenas tu corazón vibra, se apasiona, se emociona. Eres la encarnación viviente de Evangelii Gaudium 270, uno de mis párrafos favoritos: "A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura".
Y cuando llegó el momento más difícil, ahí estuviste para escucharme, para comprenderme sin juzgarme, para poner una mano en mi hombro y darme una palabra que me orientase. Con exquisita finura, con suavidad, con eficacia, como eres tú. Los dos lo sabemos. Gracias, Antonio Sáenz. Te deseo felicidad en esta nueva etapa, tienes mucho por vivir, muchísimo que dar. Yo te necesitaré por ese Amazonas que me espera, y sé que estarás ahí, con la sabiduría de tu sonrisa y tu ternura fuerte.