No me había percatado de lo importante que es juntarnos los
misioneros, como era habitual en ciertos momentos del año antes de que el virus
nos negara ese resorte. Nos hemos
sorprendido de cuánto echábamos de menos reunirnos, y vaya si lo hemos
disfrutado. Y además en Indiana, nuestra casa.
Y eso que había números
clausus, solo 30 personas me permitieron las autoridades sanitarias locales
por prudencia y escarmentando de anteriores experiencias de “Ya no pasa nada”.
De pronto los eventuales fastidios por tener que viajar lejos se transformaron
en reclamaciones por no poder participar. Y es que no solo se trataba de vernos, porque hace meses que unos y
otros nos cruzamos por la oficina de Punchana; se trataba de escucharnos, hablarnos, compartir y gozar gratuitamente de
la mutua compañía.
El equipo coordinador dimos relieve a algunos espacios de catarsis: contarnos cómo hemos vivido este tiempo tan duro de pandemia,
aislados, con miedo pero sin abandonar a nuestra gente, más bien promoviendo
ayudas, campañas y gestando solidaridad. Fueron diálogos sinceros y emotivos,
salpicados con lágrimas, muy necesarios.
Por supuesto también hubo sesudas reflexiones, trabajo sobre
los documentos emanados del Sínodo para la Amazonía (hace tanto tiempo que ya
ha empezado otro sínodo, y también lo hemos abordado), aportes para el plan
pastoral que haremos en 2022 con dos años de retraso… pero lo fundamental era simplemente estar juntos. De hecho, los mejores
ratos fueron las comidas, los roles de limpieza, los cafeses en los descansos –por fin mi casa llena-, y desde luego la
noche de fiesta cultural: el número del himno del Vicariato (“Bienvenidos a
la casa de alegría…”) con los carteles con los nombres de cada puesto de misión
que no conseguían pegarse y caían, la hermana Ana Laura bailando atómica, la comida chatarra y sor Yanabel karaokeando Ayayay ojitos verdes dejan un recuerdo imborrable.
El hecho de que
estuviese con nosotros nuestro obispo, con toda normalidad, después de bastante
tiempo, ha sido también un factor clave. Creo que a todos nos da seguridad
y estabilidad, las aguas vuelven a su cauce y podemos encarar el futuro con
esperanza, a pesar de todas las debilidades e incertidumbres que también en estas
jornadas hemos repasado.
Una de ellas es la movilidad del personal: últimamente los misioneros cambian mucho y
en general permanecen poco tiempo acá. Entre los 30 del grupo veo en la
foto que una cuarta parte eran “nuevos”, es decir llegados justo antes, o
durante la pandemia. Hubo que hacer presentaciones, porque varios no se
conocían, y ahí Dorinha fue maestra. En los diálogos de grupo me he dado cuenta
de que, a pesar de llevar poco menos de cinco años, ya no soy tan “nuevo”, algo
he aprendido, un poco voy conociendo y sin duda me apasiona esta tierra amazónica
y la misión que luchamos por llevar adelante.
Ya se han ido todos y noto que en este encuentro he
descansado. Estos dos años especiales
he andado mucho por toda nuestra geografía, he llegado a todos los puestos de
misión, me ha tocado afrontar situaciones y resolver papeletas que en principio
no me correspondían, y ciertamente me he desgastado; he recelado un poco de cómo los misioneros mirarían a un vicario
general recién llegado que de frente se queda al cargo de todo, tal vez
entrometiéndose o tomándose atribuciones indebidas… Pero he saboreado estos días que mis compañeros me aprecian y valoran
el esfuerzo, y eso para mí es importante.
Tal vez no sea más que el reflejo de eso que siento desde el
primer instante que puse el pie acá: enamoramiento
del Vicariato y total admiración por los misioneros. Me parece milagroso que yo
sea uno de ellos, esos valientes que navegan por ríos y quebradas partiéndose
el pecho para que la vida sea un poco más humana y la Iglesia más amazónica por
estas selvas. Gracias compañeros por su entrega y su ejemplo; intentaré servirles
como se merecen. “Surcamos
hacia la verdad / anunciando el amor y la unidad” dice la segunda estrofa.