Es un caserón viejo y destartalado en el
corazón de Iquitos. Un recinto enorme con varias viviendas, oficinas por todas partes, dos perras y dos gatos y una gran maloka con
goteras. Los dormitorios son dobles, los baños compartidos, no hay casi
ventiladores y ni siquiera se puede decir que la comida sea buena. Me pregunto entonces por qué me gusta tanto
ir a Punchana, a la sede administrativa y logística del Vicariato San José del Amazonas, y por el
momento no hallo respuesta.
Como somos un Vicariato franciscano,
realmente es un convento donde los
misioneros, cuando todos eran frailes, descansaban y vivían cuando venían a
Iquitos desde los puestos de misión, algunos realmente lejanos. La noche
que dormí en uno de estos cuartos por
primera vez imaginaba a aquellos religiosos legendarios y heroicos de paso por
la ciudad para ir al médico, de compras o al banco, con sus hábitos pardos, su
acento del Canadá y sus barbas en cascada, agotados por el largo viaje,
conversando por el patio u orando laudes en la capilla.
Hoy día, 74 años después de la fundación
del Vicariato, los inquilinos han cambiado aunque me temo que la casa no tanto.
Los misioneros son en su mayoría laicos, religiosas y algún cura diocesano
despistado. Allí te puedes encontrar con
cualquiera, sobre todo antes o después de algún encuentro vicarial, y por
eso Punchana es lugar para convivir y estar juntos; un privilegio teniendo en
cuenta las distancias geográficas que nos separan y las pocas veces al año que
nos vemos.
También
Punchana es el escenario de reuniones y de trabajos.
Nos vemos las comisiones responsables de preparar la asamblea vicarial o el
encuentro de animadores, por ejemplo. El tiempo que tenemos para estar en
Iquitos es a veces limitado, de manera que hay que exprimirlo al máximo; los
ratos libres que nos dejan las sesiones o las conversaciones aprovechamos para
ir a las oficinas a despachar los más diversos asuntos: temas económicos con
Anna o Jorge, envíos por la lancha con Gilmer, papeleos con Verónica, pasajes
con Percy, listas o cartas con Nerlita… De pronto les invadimos y les volvemos
locos, pero ya lo saben y están acostumbrados.
Como el ferry sube un día el Amazonas desde
la frontera y baja al día siguiente alternativamente, hay ocasiones en que
llego un miércoles, trajino el jueves y esa misma madrugada me embarco de
vuelta a casa. Entonces la estancia es
como una gymkana en la que intento hacer contra reloj todo lo que necesito.
Porque en Iquitos también hacemos muchas compras de cosas que no
encontramos en Islandia o son mucho más baratas. Acá compré los juguetes para
la chocolatada navideña o el motor de 15 CV para nuestro bote.
Claro, por la noche hay que intentar salir
a pasear, a dar una vuelta por la urbe a comer una pizza, pollo con papas
y por supuesto tomar un helado en la plaza o paseando por el malecón,
rodeados de tenderetes de artesanías, turistas de todo pelaje y payasos
callejeros. La peña de los helados tiene un cabecilla, que ya se pueden
imaginar quién es. Otra alternativa es pasar por casa de Dominik y Anna a trincar
un vodka polaco y conversar arreglando el Vicariato y el mundo mundial.
La casa es agradable también porque alberga
al espíritu de Pacífico, un hermano franciscano
que vivió acá mucho tiempo y murió el año pasado. Continúa deambulando en la
noche, como lo hacía siempre, y la
capilla, la sala de estar y los pasillos están impregnados de su sentido del humor
y su sencillez. El otro día noté cómo se burlaba cuando por descuido pisé
en sandalias el gras del patio y al
toque se me subieron los ysangos dándome un picor insoportable.