viernes, 30 de agosto de 2024

LAS HORAS MÁS LINDAS


Ya había distinguido a Asunciona en medio del público de la misa del domingo, en parte porque había llegado un poco tarde, en parte por su aspecto: el cuerpo menudo, de tez oscura, flaco y retorcido como una viña vieja, apoyado en algo que recordaba a un palo de escoba como bastón.

Aquel domingo era la jornada mundial de los abuelos y mayores, y me sorprendió que en Orellana la habían preparado con esmero. Ellos trabajan en la pastoral de la salud y los discapacitados, visitando a las personas enfermas y vulnerables en sus casas, preocupándose, gestionando ayudas para medicamentos, sillas de ruedas, etc. “Ellos” son el equipo parroquial, formado enteramente por laicos locales, la mayoría mujeres, como ya he contado en otras ocasiones.

De modo que en la misa hablamos del cuidado a los ancianos. La iglesia estaba casi llena, el tejado con goteras (estamos viendo quién puede ayudar económicamente para repararlo) pero los corazones sin fisuras. Al concluir la celebración, pasamos al ambiente del costado - un humilde piso de cemento techado – porque había almuerzo general. Ignoro cómo lo hace esta gente tan humilde, pero logran invitar a arroz con pollo a todito el mundo.

No sé cuántas veces me agradecieron mi presencia en los incontables discursos que hubo. Y yo no hice nada, solo una visita de dos días con apenas una reunión, y la impresión de que debería acompañar a este puesto mucho mejor. Llegar a los lugares donde no tenemos misioneros es una alegría y un aprendizaje: la contemplación de lo que son capaces de hacer solos y de su estilo; los brotes incipientes de esta iglesia con rasgos genuinamente amazónicos.


Se armó una espontánea sobremesa. Algunos abuelos salieron a contar chistes e historias, los más aventados a cantar, la música sonó y eso pedía baile. Inevitablemente me sacaron y me tuve que marcar unas cumbias y unas anacondas porque los pasodobles no se estilan por estos andurriales. Una señora me agarraba y decía: “qué tal, yo bailando con un gringo”. Y yo simplemente me dejaba llevar y me reía.

Damos un salto de tres semanas y ahora estoy en Yanashi, donde este año tampoco hay sacerdotes o religiosas, pero donde los laicos tienen iniciativa y competencia para organizar un encuentro de jóvenes de tres comunidades con lo que ello implica: traslado en bote por el río mermado, alimentación, hospedaje, formación…. Es la noche del sábado y también hay baile, claro, y aunque estoy cansado del largo viaje no puedo rehusar participar.

Esa coreografía –“Matador”- realmente casi me mata, pero valió la pena por ver sus caras de felicidad al verme brincar con ellos. No puedo poner en pie la cantidad de bienvenidas, aplausos y expresiones de gratitud que me brindaron por simplemente estar allí. Al final de la misa del domingo quisieron hacerse tantas fotos conmigo (una de ellas, arriba) que algunas personas me preguntaron si es que me estaba despidiendo y me regresaba a mi país, jaja.

Pero volvamos solamente atrás, de nuevo a Orellana. Nos están sirviendo los platos de comida y la señora Asunciona se ha sentado a mi lado, sus manos como los “manojos de sarmientos” del Buscón de Quevedo. Le pregunto cuántos hijos tiene, me cuenta algunas cosas de su vida, tratamos de conversar por encima del ruido del parlante. “- ¿Y su esposo, está acá?”. “- No sé, yo no sabía nada de esto, pasaba por la calle, me han invitado a la misa y he venido nomás”. Me río, y en ese momento suena esta canción:

Las horas más lindas
las paso contigo, sí.
No quiero ni pensar
si un día me faltas tú,
no quiero ni pensarlo amor

Pídeme la vida y te demostraré
cuánto yo te quise y cuánto te amaré.
Tú fuiste y has sido para mí el amor,
regalo más lindo que me ha dado Dios.

Me brotan las lágrimas. También yo me he topado, sin saber, con esta reunión de abuelitos; y lo mismo con los jóvenes en Yanashi. Siento que estoy justo donde debo estar, en mi lugar, con esta gente. Nomás participando, dejándome llevar, siendo yo mismo; y soy querido. Son las horas más lindas; pero me faltas tú…



sábado, 24 de agosto de 2024

VARADOS EN SOPLÍN VARGAS


Solo hay una manera de llegar acá: en hidroavioneta. Bueno, también por el río, en lancha, navegando Amazonas abajo hasta entrar en Brasil, alcanzar la boca del Putumayo y remontarlo unos mil kilómetros; seguramente más de un mes de viaje. Es mejor la primera opción, pero tiene sus riesgos porque solo hay vuelos una vez a la semana.

Y uno de los peligros, posibles accidentes aéreos aparte, es que suceda algo que impida volar. Como por ejemplo un error de la agencia, y esto es lo que nos ha pasado a Verónica y a mí: cuando vamos a comprobar la lista de pasajeros para el regreso a Iquitos, no aparecemos en ella. A pesar de que los boletos fueron separados y pagados con un mes de anticipación, y tras mil reclamaciones por teléfono, nada se pudo hacer: avión lleno, no hay cupos.

Nos vemos obligados a quedarnos en Soplín una semana entera: del 21 al 28 de agosto, que esperemos que sí sea posible y cruzamos los dedos. Siete días atascados, ni más ni menos. A principio no te lo puedes creer, piensas que habrá una solución, como por ejemplo ir por el río hasta Estrecho y buscar un vuelo desde allí, que son diarios; pero cuando me dijeron que “la línea” colombiana también estaba completa, se me cayó el alma a los pies.

A continuación te angustias un poco (unos diez minutos), y después simplemente lo vas aceptando con calma. Me puse a cancelar los compromisos que tenía a partir del 22: la jornada de confraternidad de los colegios en convenio y ODECs, visita a Pebas, pasada por Caballo Cocha, encuentro de los misioneros de la triple frontera… Viajes encadenados que caen como castillo de naipes cuando ocurre un incidente como este.

Confieso que, si hubiera sido hace diez años, me habría agarrado un colerón del quince. Pero la misión te enseña que las programaciones están todas prendidas con alfileres hasta que no se materializan. Me gusta hacer planes, es propio de mi personalidad y necesario en mi vida repleta de visitas y reuniones, pero asumo deportivamente que los imprevistos, percances, retrasos y cambios están en el contrato, y más en una realidad tan fluida como la selva.

Y desde este extremo del Putumayo estoy escribiendo. Estamos acá cuatro misioneros: Jimmy y Pablo, el equipo actual, y los visitantes Vero y yo. Hemos quedado varados y “por algo será”, como dice la gente, con esa intuición sencilla de la providencia divina: algún propósito tendrá Diosito con esto, y una mirada amable a estos días me deja descifrarlo con naturalidad.

Por una parte, me estoy reencontrando con el placer de ser amo de casa: hay que limpiar, cocinar, ir a la compra, lavar los platos, sacar la basura, hacer la colada. Como en mis Valles, y cuánto extraño esa normalidad que me iguala con los vecinos y me hace sentirme uno de tantos. Además, las labores cotidianas las hacemos juntos, porque se ha armado una comunidad, aunque sea circunstancial.

De pronto disponemos de tranquilidad y espacios para conversar, escucharnos, conocernos más. Se revela algún nudo humano y misionero que era preciso afrontar, diálogos necesarios que no se hubieran dado si el programa se hubiera cumplido. La oración de la mañana es un compartir; la eucaristía, una verdad sobre la misma mesa del almuerzo.

Como no hay electricidad hasta la noche y el internet está conectado a una batería del panel solar que está medio chueca, se puede disfrutar de la lentitud y el silencio; leer, meditar, orar, también escribir y hacer algunas llamadas pendientes. Acompañan los pájaros, risas lejanas de niños jugando, un motor frente al puerto, el rumor del viento que anuncia la lluvia. El gozo de no hacer nada.

Las personas que se acercan a la casa se sorprenden cuando les decimos que hemos tenido que quedarnos, pero sonríen. Los jóvenes gritaron “¡¡¿De verdad????!!” con una cara de felicidad que compensa todos los estropicios de la agenda. Vaya, parece que nuestra presencia es apreciada, qué lindo.

Hay otros detalles y aspectos de Misión Putumayo que podemos descubrir gracias a esta inopinada prórroga. Y sobre todo, rostros. Lo cuento en próximas entradas, que se me acaba la hoja y me voy a preparar el desayuno.

sábado, 17 de agosto de 2024

LA FUERZA DE LA IGLESIA AMAZÓNICA SON LOS LAICOS


De la Iglesia amazónica y de la Iglesia universal. Creo incluso, emulando a Rahner, que la Iglesia del futuro inmediato será laical y sinodal, o no será. Y la condición para que sea auténticamente fraterna y sinodal es que sea decididamente laical, no solo numéricamente, que ya lo es, sino estructuralmente, carismáticamente, ministerialmente.

Lo pienso así porque veo primicias de la valía de los laicos en nuestro Vicariato que, desde hace décadas, y por suerte o por desgracia, siempre ha contado con pocos ministros ordenados entre los misioneros, hoy por hoy 15 de 70, poco más del 20%. Significa que tradicionalmente los laicos, misioneros (20 de 70 actualmente, 28,5%) y locales han asumido tareas y responsabilidades fuertes.

En Orellana he encontrado, como otras veces, una parroquia bien armada, conducida por un grupo de laicos que trabajan en equipo, conscientes de las prioridades del plan pastoral vicarial, organizados, bien informados, participantes activos en los encuentros, liderados por Mariana, Pilar y Eusebia, mujeres con capacidad, empuje y experiencia.

Funciona hace años mejor que otros puestos que tienen los misioneros al completo. Se ve en su tablón los datos de las colectas extraordinarias, que realizan puntualmente, igual que rinden cuentas a la comunidad de los movimientos económicos, en qué se emplea la plata que la gente aporta. Justo como pide el Instrumentum laboris del Sínodo en sus números 73-79.


Las escuelas zonales de agentes de pastoral también han sido para mí un espacio de contemplación de los laicos y su potencial. Son una experiencia nueva, una especie de continuación o réplica de la escuela de formación vicarial, pero en las zonas: el Putumayo, el Napo, Indiana y puestos cercanos, y el Bajo Amazonas. He tratado de acompañar bien atento, y me llevo impactos muy positivos.

Cada zona es un mundo. En algunas se ha insistido en los “animadores” desde hace cincuenta años, y en otras se trabajó con peculiaridades distintas. En Estrecho había una significativa presencia de indígenas murui y kichwa, bastantes mujeres, gente sencilla y abierta. Al final del día se dedicaba un tiempo a preguntar al grupo: “¿qué he aprendido?”. Y ahí salían cosas muy concretas: cuántos puestos de misión hay en el Vicariato, cómo se busca un texto bíblico…

Los bloques temáticos eran los mismos que hemos compuesto para la fecha vicarial, pero adaptados o convertidos en un bonsai. Descubro que la clave no es que sepan contenidos (¿alguien se acuerda de lo que se le explicó en alguna sesión de catequesis del mundo?), sino que compartan valores, asimilen proyectos conjuntos, se impregnen de la pasión y el estilo del evangelizador que escucha y se compromete con el pueblo pobre.

La escuela es también el escenario de discernimiento de los ministerios que necesitamos como Iglesia particular. La corresponsabilidad se va forjando a partir de la formación, el protagonismo activo de los laicos se sustancia en los servicios que el pastor les confía de manera oficial. Ya ocurre con catequistas y responsables de comunidades, pero hay que profundizar y arriesgar: asesores de jóvenes, agentes de pastoral social, cuidadores de la Casa Común…

No son sustitutos de las religiosas o los presbíteros, están en primera línea de la misión por el don del Bautismo. Y esto hay que creérselo con todas las consecuencias, apostar por ellos sin timidez, dando un paso al costado para dejarles su lugar, el que les corresponde desde siempre y tantas veces se ha invadido. Aceptando que van a hacer las cosas “a su manera”, amando su manera y aprendiéndola con reverencia.

Más aún: cuando los laicos participen plenamente en los ámbitos de toma de decisiones, en el ministerio de la autoridad eclesial, estaremos aplicando el mejor remedio contra el clericalismo, que horada la sinodalidad y la torna a menudo una caricatura o una bella teoría. No es imposible, estamos todavía lejos, pero vamos discerniendo y dando pasos de calidad. Los laicos son la fuerza de la Iglesia: una obviedad y una hoja de ruta del Espíritu.


sábado, 10 de agosto de 2024

“PRÁCTICAS CULTURALES”


Recibir la noticia de que más de 500 niñas y niños awajún han sido víctimas de abusos por parte de sus maestros en los últimos 14 años fue como encajar un gancho al hígado, una conmoción de dolor que te deja sin aire y sin sentir las piernas. Pero escuchar a dos miembros del gobierno peruano calificar las violaciones como “prácticas culturales” me hundió en una silenciosa grieta de perplejidad e indignación.

El horripilante hecho fue contado acá con todo detalle y competencia por Paola Calderón. Las declaraciones del ministro de Educación, Morgan Quero, y de la ministra de la Mujer, Ángela Hernández, están recogidas por la cruel hemeroteca y divulgadas por una televisión generalista. El obispo de Jaén, Mons. Alfredo Vizcarra, salió enseguida con unas palabras tan acertadas como contundentes, a las que me adhiero.

Pero sigo dándole vueltas al porqué de semejante patinazo. No puedo evitar retrotraerme al evolucionismo de Lewis Henry Morgan, antropólogo clásico del siglo XIX, tal vez porque es medio tocayo del ministro de Educación. Su tesis es que el desarrollo del ser humano es gradual y pasa por tres etapas: salvajismo, barbarie y civilización, que es el culmen. De modo que los awajún deben estar en alguno de los dos primeros estadios, todavía en la infancia como especie. Calificar de “prácticas culturales” una bestialidad tal como violar a las menores exhibe de manera asombrosa el racismo que infecta hasta las mentes supuestamente más ilustradas.

Me ha ayudado a comprender esto un excelente artículo de Alicia M. Barabas en la revista Alteridades. Ella dice que el imaginario del indio como “bárbaro” no ha desaparecido, sino que constituye un componente estructural del racismo. El bárbaro es un otro percibido como diferente e inferior a partir de quienes observan y relatan. Ellos, acá nuestros ministros, lejos de ser imparciales, son valorativos y excluyentes; el bárbaro awajún representa el opuesto a un “nosotros” situado en posición de superioridad y hegemonía.

Los indios cometen actos que, aunque atentan claramente contra los derechos humanos, forman parte de sus “prácticas culturales”, y por tanto son unos ignorantes y unos salvajes. Este etnocentrismo flagrante y despectivo es heredado de la época colonial, en la que se fraguaron las representaciones sociales sobre los indígenas que fueron consolidadas en el siglo XX. Recuerdo acá los relatos de varias personas mayores que me contaban cómo, siendo estudiantes, les prohibían hablar sus lenguas originarias (incluso en internados católicos, ay) porque eso era un atraso, cosa de brutos, y nomás había que aprender el español.

La autora habla de una “transposición de bárbaro a salvaje”, muy interesante y certera. Es un proceso espontáneo de salvajización de los indígenas, que son imaginados como seres brutales, que comen comida cruda, andan desnudos, se revuelcan en una “promiscuidad” asquerosa… El gigantesco prejuicio alcanza incluso a los mismos indígenas: uno de los participantes en la reciente asamblea de los pueblos originarios del Vicariato estaba sorprendido de que “han llegado gente de otras etnias y no nos han atacado con flechas ni han venido a matarnos”.

Igual que las tribus de la selva pasaron a ser los nuevos bárbaros de los civilizados europeos, los indígenas de hoy son los habituales salvajes para la clase dominante, blanca y urbana. Los antiguos horrores de la idolatría, los sacrificios humanos, el canibalismo, la brujería, la poligamia, el incesto o la sodomía, han sido reemplazados hogaño por la terruquería, la violencia ciega en las manifestaciones, el shamanismo, la adoración de imágenes de la Pachamama y otras supersticiones, el uso de psicoactivos nocivos, el libertinaje sexual y demás “prácticas culturales”.

Estas calificaciones peyorativas coadyuvan a la impunidad con la que se despachan los poderes económicos dominantes, que se afanan en redactar leyes para poder depredar libremente la Amazonía; esta sería un inmenso territorio repleto de riquezas naturales casi vacío, donde únicamente viven cuatro “salvajes” que no hacen más que fastidiar con sus reivindicaciones. El etnocentrismo, además de un déficit educativo o intelectual, es un poderoso motor del interés económico.

Algo que me cae muy cerca es el ritual de la pubertad en el pueblo tikuna, llamado también “la pelazón”: el paso de niña a mujer se celebra, junto con otras costumbres, arrancándole a la adolescente toditos los cabellos de su cabeza hasta dejarla calva. ¡Qué barbaridad! ¡eso es algo demoníaco! – decían y hasta hoy dicen los evangélicos del Instituto Lingüístico de Verano. ¡Qué animales estos nativos!

Claro, si lo estudias un poco aprendes que es un ritual que se relaciona con la construcción de la identidad tikuna y con la formación de un cuerpo individual y colectivo. Absolutamente toda la comunidad está implicada en su preparación y realización. Por una parte, se está buscando el bienestar de la niña, fortalecer un cuerpo que reproducirá nuevas personas, y por tanto renovar la sociedad. Por otra parte, la construcción del cuerpo social se logra por la participación de las dos mitades exogámicas sobre las que se sustenta la organización social tikuna para permitir las alianzas interclánicas entre los clanes de animales con plumas y los clanes de animales sin plumas.

Entendido en sus términos y colocado en su contexto, la pelazón no es ninguna salvajada. Es una ceremonia con todo su significado y su belleza, liderada por verdaderos sabios. Llamarla “práctica cultural” en sentido despectivo, como si los tikunas fueran bestias o paletos, solo indicaría la torpeza y el desconocimiento de quien se atreviera a pensarse en un plano superior a ellos. Pero no son inferiores, son diferentes en una realidad pluricultural, el país de todas las sangres, donde tenemos que caminar en el reconocimiento pacífico del otro distinto, y luchar por la igualdad: suelen coincidir “los salvajes” con los que se mueren de hambre, curiosamente (no hay nada nuevo bajo el sol).

sábado, 3 de agosto de 2024

LENTES TRANSATLÁNTICAS PARA APRECIAR LA HUMANIDAD

 
Esta entrada es una publi de Molina Ópticos (c/Almendralejo 18 de Mérida), y más exactamente de sus clientes y de su dueña, Loren Molina Ruiz, que han trabajado en equipo dando forma a una iniciativa solidaria tan simple como efectiva.

Ya escribí hace diez años del carácter de mi gran amiga Loren, su fuerza, su valentía, su determinación. Hace tiempo que ella le venía dando vueltas al hecho de que hay un montón de gafas que se desechan cuando todavía se encuentran en buen estado; el público las cambia porque varía la graduación, desean una montura nueva para renovar su look, o todo a la vez.

¿Qué se podría hacer con todas esas lentes (así se dice acá en Perú) que acaban arrumbadas en un cajón, o peor aún, en la basura? “¿Y si te las enviamos a ti? Así llegarían a personas necesitadas, que no pueden permitirse tener gafas graduadas”. ¡Genial! Al toque Loren comenzó entre su clientela y allegados una campaña de recogida de lentes usadas.

Una caja con el rótulo “Gafas para la Amazonía” se fue llenando poco a poco en la tienda. Cuidadosamente, Loren fue seleccionando las gafas, las limpió, midió su graduación, puso etiquetas y las dejó listas. El primer intento de enviarlas no salió bien (la caja voló ida y vuelta por malos entendimientos en las aduanas peruanas), pero a la segunda hubo éxito: yo mismo me traje unas 100 lentes, y el resto viene de camino en estos momentos.

Una parte de las gafas se fue a Indiana. En un encuentro con el equipo de pastoral social de la parroquia les expliqué la idea, les di algunas sugerencias y les entregué el paquete. Ellos, en otra reunión, cranearon el método a seguir; decidieron informar en la Eucaristía del domingo de la donación recibida e invitaron a quienes necesitaran lentes a acudir tres días más tarde al centro médico del pueblo de 10 a 12 de la mañana.

La gente se presentó puntualita. El personal de salud estaba preparado para ir midiendo a cada persona su graduación manualmente, con esos lentes gordos donde se van colocando cristales y preguntando: “¿mejor este… o este?” (todos hemos pasado por ahí). Una vez que se conocía la graduación de cada cual, la enfermera y los agentes de pastoral cotejaban los valores y buscaban entre las gafas disponibles la que mejor cuadrase; a veces coincidió exactamente o casi, a menudo se acercó.

Las señoras Dorita y Rosario, cristianas veteranas que acompañaron este momento, cuentan que, después de varias pruebas, las caras de felicidad y alivio que mostraban los “clientes” les decían que habían dado con las gafas correctas. Las lentes graduadas son casi un artículo de lujo para nuestro pueblo pobre; tenerlas implica ir a Iquitos, pagar la consulta de un oftalmólogo, y después a la óptica, donde los precios están fuera del alcance de las economías familiares.

Por tanto, gracias de corazón a quienes han hecho posible este gesto: aquellos que regalaron sus gafas; Loren que sensibilizó, acopió, preparó y envió (pagando el porte de su bolsillo); mi papá que las ha puesto en el correo de nuevo (apoquinando esta vez él); el equipo de Indiana que organizó; los profesionales sanitarios que colaboraron. El milagro del compartir es que todos quedan contentos: los que dan, los que reciben y los que facilitan.

La otra mitad de las lentes subió el río Napo, hasta Rumi Tumi. Ahora espero noticias de la campaña para entregarlas a quienes precisen, que serán muchos porque, cuanto más lejos de la ciudad están las poblaciones, más difícil y costoso es acceder a estos servicios básicos. Confío en que también allí se hará con criterio, así me prometieron en la posta de salud.

Estas pequeñas acciones, con las que este mundo se sostiene de pie minuto a minuto, forman la imagen de la fraternidad y nos ayudan a ver con claridad todo lo que de luminoso y humano hay en cada persona. Disfrutemos apreciándolo con el amanecer de la generosidad y las gafas del amor.