Cuando llegué a Islandia hace algo más de dos años, mis compañeras, que me ganaban por un par de meses, me preguntaron si yo quería entrar en el turno de cocina. Les dije que “sí, pero entonces se tienen ustedes que comer lo que yo prepare sin reclamar”. Y así, por necesidad, fue como empezó mi aprendizaje amazónico de cocinillas novato pero voluntarioso.
No
es que estuviera en blanco, porque diez años viviendo solo en los pueblos te
espabilan, pero mi mamá siempre me congelaba muchas
delicias de las suyas: paella de garbanzos, caldo, canelones, judías con
chorizo, etc. ; de manera que entre esas ayudas y los días que almorzaba con
mis compañeros, me las apañaba la mar de bien. Puede decirse que superaba las
primeras pantallas o el nivel principiante: pasar carne o lomos de salmón,
huevos fritos, garbanzos guisados, tortilla, verduras rehogadas, lentejas y
demás cosas rápidas y simples.
Pero esta vez se trataba de armar la comida para seis personas: harina
de otro costal. Desde el principio me di cuenta que ellas sacaban siempre cuatro
platos: ensalada, arroz, frejol (como buenas brasileras) y una carne o pescado.
De modo que me armé de valor y me puse a ello. La tarea comienza poniendo el
desayuno: ir a buscar pan, hacer el café, sancochar maduros, cortar papaya. Recién terminamos de desayunar y la
emprendo con el almuerzo: me paso la mañana entera en la cocina. Esta gente se
burla un poco de lo lento que soy pero es lo que hay.
Primero hay que salir a comprar los
ingredientes necesarios: verduras, pollo, carne de res o pescado si se
encuentra. Me coloco el delantal (que también soy el único que lo usa) y al
lío. Mi Tita me pasa recetas por
whatsapp, y yo voy trabajando y de vez en cuando le pregunto dudas, que ella me
resuelve. “¿El sofrito tiene que
estar muy rendido o poco?”; “¿cuánto
vino blanco le echo a la carne antes de cocerla?”, etc. Menos mal que está
ella, pero a veces la señal se vuelve chueca
y hay que sobrevivir como se pueda guiándose por la propia intuición.
Es la primera vez que siento la responsabilidad de alimentar con calidad
a una familia entera… no puedes hacer cualquier cosa para salir del paso (mami, ahora te comprendo, ¡que estrés!). De
modo que, entre la inexperiencia, los experimentos y mi lentitud, muchos días
la cocina es una carrera contra el reloj, como en Masterchef. Y un agobio
cuando unos frejoles no se cuecen, algo se quema, el pescado no sabe a nada por
más sal que le pones o estos filetes siguen durillos tras varias vueltas por la
olla a presión… y solo queda una hora para mediodía.
Yo cocino más platillos españoles y menos
arroz (con el que tengo mis desencuentros), así que observo si mis
compañeras arrugan la nariz y también aprecio la cantidad de alabanzas (por
supuesto jamás dirán que no les gusta) para saber si algo ha triunfado o bien
es mejor darle unas vacaciones, como a mi corbata amarilla con dibujos de
rinocerontes. Tenemos paladares
diferentes, pero procuro arreglar cosas que les sepan ricas. Los mayores
éxitos: tortilla de papas, ternera estofada con yuca, pollo al limón, carne con
tomate y pescado al horno. En cambio el salmorejo mejor lo dejamos para otro año.
Debo decir que me encanta hacer de chef, sobre todo cuando tengo tiempo.
Supongo que viene un poco de mi carrera (química), en la que te tiras días y
semanas en el laboratorio mezclando, calentando, adicionando, colando y
pesando. Cocinar es una experiencia muy
bonita, que me iguala con tantas personas normales
y me hace sentirme tan satisfecho como cuando me sale una bonita homilía o
una reunión con los jóvenes resulta redonda. Todavía no me he atrevido con la
huangana, el majás, la carachupa, el sajino o el pirarucú, pero que tiemblen
los de las estrellas Michelín.