En esta época del año, claro. Porque el Amazonas está apenas comenzando a
crecer y la quebrada donde queda
este pueblo está medio seca todavía. Resulta
tan laborioso llegar como gratificante estar; una vez que tocas tierra con
tu pie, todo va como sobre ruedas. O deslizando, que es más propio.
El ponguero es un bote grande,
con asientos simples de forja y plástico clavados al tabladillo, un transporte
popular, una especie de combi del
río; más lento y por tanto más barato que los rápidos, menos pituco, más
destartalado, un caos flotante donde se
acoplan amontonados y revueltos pasajeros, mochilas, cajas de pollos, bolsas de
plástico a cuadros y todo tipo de carga. De hecho las primeras horas he de
cuadrar mis piernas con un par de sacos de cemento, pero tengo tanto sueño que
no me importa nada.
Por supuesto, el único de las
-calculo- 70 u 80 personas a bordo que lleva mascarilla soy yo. Tanto en
Iquitos capital como en las chacras
la gente ha decretado espontáneamente el fin del peligro y punto en paz; con la
misma naturalidad con la que todos saben que, apenas lleguemos al brazo del río
que entra a Yanashi, habrá dificultades para avanzar por el exiguo nivel del
agua.
Al arribar a Orán baja mucha gente y suben muchas mujeres y niñas a vender
(agua, galletas, juane, gelatina,
refresco en bolsa que se muerde por un pico, gaseosa, almuerzo en
descartable…). Encuentro un sitio mejor en la proa y puedo asistir de cerca al
manejo de los muchachos cuando el cauce escasea. La velocidad se ralentiza, con habilidad el huambro va midiendo la profundidad con la vara larga indicando al
chofer hacia dónde virar para no quedar encallados en la playa. También
varios pasajeros, se ve que con muchas horas de vuelo por allí, sugieren de
viva voz: “por la derecha, no, cuidado, dale
ahí, endereza…”.
Con cautela y paciencia, para no tener que mojarnos los pies empujando,
llegamos al destino. Como otras veces que ya conté (“Yanashi” – 15 de junio de 2019), es un gusto visitar este puesto de misión, todo fluye y se siente uno
como en casa. Las religiosas ursulinas son las responsables del colegio de
convenio y de la parroquia (acá no hay sacerdote), y me han acogido con cariño
y un montón de atenciones y delicadezas. Han preparado almuerzos ricos, crêpes
y hasta pisco sour; he compartido
momentos de oración, agradables conversaciones, bromas y risas. Hubo también
una reunión más “formal” como equipo misionero, y esta vez entre
los consejos al vicario general novato estaba que “tomes tu tiempo para descansar”.
La sugerencia le cae como un guante a mi ajetreada vida. Aproveché para celebrar la misa el domingo,
con el culto reanudado hace apenas tres semanas, la gente deseosa, la iglesia
repleta. Tocaba eso de “Den al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios”, y como me acompañaba de ayudante don César Atac, a cada momento lo
señalaba, la gente coreaba su nombre y asomaban las carcajadas. Qué gusto la
Eucaristía parroquial, es como una segunda piel que me regenera el corazón.
Al terminar, una pequeña reunión con los animadores, catequistas y algún
joven, unas quince personas. Hemos conversado acerca de la experiencia vivida
estos meses tan extraños, cómo se han sentido. Y también sobre el próximo año,
de qué maneras se podría armar la catequesis en estas circunstancias, los
grupos, la formación de animadores. Acá
los laicos mueven, aunque es cierto que algunos ya van siendo viejitos y no se
atisba relevo. Precisamente para los más mayores quieren hacer una rampita
de acceso a la iglesia, y me comprometen para enviarles el cemento.
Pero
lo que más solicitan, con diferencia, es un sacerdote. “Ojalá fuera tan fácil
como el cemento” – me digo. Solo les puedo prometer que pediré, que intentaré. Para todo en nuestro Vicariato hay que
remar, y casi a diario varar. Con energía, ánimo y mucho esfuerzo; a base de
pura intuición, porque a menudo no sé por dónde hay más agua. Así es la
misión, y así es la vida normalmente: trabajo duro, procesos difíciles y
lentos, artesanía, como dice el Papa (Fratelli Tutti 217). Pero las recompensas
son aún mejores que una copa de pisco sour.
Doy fe.