“Estoy mejor, don José María. Gracias por su llamada. Es usted el número 1”. Así le hablaba a su tocayo oncólogo hace pocos días, porque él siempre estaba bien (gracias al doctor Puerto Pica por ser tan atento y generoso con su paciente). Incluso llamó delante de mí a Manolo Cintas para preguntarle cómo se encontraba y darle ánimos. Ese era Campanón, un sencillo portento de humanidad.
Muchas veces me invitó a ir a Burguillos a predicar en el
Cristo. Para convencerme me pintaba las cosas fáciles: “tú tranquilo, confiesas
un rato, dices unas palabritas y ya está. Eres un crack”. Porque Chema
hacía todo simple, era un hombre sin complicaciones ni comeduras de coco.
Durante la misa, a veces me decía alguna tontera por lo bajo, y casi no
podía contener la risa. Así era, y quienes lo conocen me entenderán.
(Me doy cuenta de que estoy escribiendo y estoy sonriendo).
Después de la misa nos íbamos a alguna de las terrazas de la plaza a cenar, y
siempre pedía un montonazo de cosas que resultaba imposible comerse. Para mí era
el rato mejor porque disfrutaba viendo cómo le saludaba la gente, y cómo
trataba él a todo el mundo. En unos minutos era capaz de soltar cuarenta bromas,
preguntar por un enfermo, dar besos y abrazos a los niños, darle un toque a un
joven…
Yo me quedaba maravillado de la familiaridad con la que se
manejaba. Aquellas noches José Mari me dio un máster de cómo se es cura entre
la gente del pueblo, auténtico vecino, amigo de todos, cercano, accesible y
evangélicamente normal. Pastor con penetrante olor a oveja antes de
que Francisco fuera Papa y acuñase esa expresión. A mí, recién llegado a la
vida secular y rural, me ayudó enormemente sin saberlo ni pretenderlo, y ojalá ahora le
lleguen al cielo mis sinceras gracias.
Más tarde, cuando ya estaba yo en mis Valles queridos, seguí
recibiendo lecciones de ser buen párroco a través de mi gente de Santa Ana, del
afecto que le tenían a “Chaparro”, cuánto lo valoraban… y las historias que
me contaban y que nos arrancaban carcajadas. La mejor: la noche en que, tras
unas copitas de más, nuestro hombre se durmió dentro de su coche y ahí le
agarró el amanecer.
El tiempo que fue arcipreste pude apreciar con más claridad lo
importante que era para él la fraternidad entre los sacerdotes. Lograba que el
ambiente fuera ligero y cordial, porque era una persona carente de gravedad
y planteaba los temas y las tareas con un estilo asequible. Nos llevábamos chévere
en medio de nuestras diferencias, y era seguramente gracias a su hábil buen
humor.
Esa atención a las bonitas relaciones con los compañeros se
la ha restituido el Señor en los días finales de su vida en forma de amor
concreto, esforzado y delicado. Es impresionante con qué dedicación y
cariño le han cuidado Manolo Rico y Antonio Cerro, cómo le ha acompañado Antonio
Mª Rejano… Y José Mari les expresaba su agradecimiento, me hablaba de “lo
buenos que son”, se le iluminaba el rostro al contarme que había estado
Luis Ramírez.
Y yo he tenido el privilegio de estar a su lado algunos
ratos. Ha sido desgarrador en medio de mi propio duelo, pero me sentía atraído
por él, su dolor por momentos extremo y su entrañable personalidad, nunca
hundida a pesar de la devastación de la enfermedad. José Mari ha sido él
mismo hasta el final, sin duda sostenido por su querida hermana Mª Carmen y
su presbiterio diocesano.
No he podido devolverte, José Mari, todo lo que tú me diste.
Me siento a la vez triste por tu pérdida, aliviado por estar lejos en este día,
y orgulloso de llevar conmigo algo de ti. Realmente el mejor eres tú, y por
ti y tu vida le doy las gracias a Diosito lindo.