jueves, 25 de abril de 2024

ERES EL MEJOR


Confieso que al principio tardé un poco en darme cuenta de que se lo decía a todos
, pero descubrirlo no me molestó, sino que me hizo sonreír divertido, sin perder la seguridad de que me apreciaba. Todo en José Mari siempre me alegró, y ahora que se ha ido, lucho para que esta desolación no me oscurezca la vida.

“Estoy mejor, don José María. Gracias por su llamada. Es usted el número 1”. Así le hablaba a su tocayo oncólogo hace pocos días, porque él siempre estaba bien (gracias al doctor Puerto Pica por ser tan atento y generoso con su paciente). Incluso llamó delante de mí a Manolo Cintas para preguntarle cómo se encontraba y darle ánimos. Ese era Campanón, un sencillo portento de humanidad.

Muchas veces me invitó a ir a Burguillos a predicar en el Cristo. Para convencerme me pintaba las cosas fáciles: “tú tranquilo, confiesas un rato, dices unas palabritas y ya está. Eres un crack”. Porque Chema hacía todo simple, era un hombre sin complicaciones ni comeduras de coco. Durante la misa, a veces me decía alguna tontera por lo bajo, y casi no podía contener la risa. Así era, y quienes lo conocen me entenderán.

(Me doy cuenta de que estoy escribiendo y estoy sonriendo). Después de la misa nos íbamos a alguna de las terrazas de la plaza a cenar, y siempre pedía un montonazo de cosas que resultaba imposible comerse. Para mí era el rato mejor porque disfrutaba viendo cómo le saludaba la gente, y cómo trataba él a todo el mundo. En unos minutos era capaz de soltar cuarenta bromas, preguntar por un enfermo, dar besos y abrazos a los niños, darle un toque a un joven…

Yo me quedaba maravillado de la familiaridad con la que se manejaba. Aquellas noches José Mari me dio un máster de cómo se es cura entre la gente del pueblo, auténtico vecino, amigo de todos, cercano, accesible y evangélicamente normal. Pastor con penetrante olor a oveja antes de que Francisco fuera Papa y acuñase esa expresión. A mí, recién llegado a la vida secular y rural, me ayudó enormemente sin saberlo ni pretenderlo, y ojalá ahora le lleguen al cielo mis sinceras gracias.

Más tarde, cuando ya estaba yo en mis Valles queridos, seguí recibiendo lecciones de ser buen párroco a través de mi gente de Santa Ana, del afecto que le tenían a “Chaparro”, cuánto lo valoraban… y las historias que me contaban y que nos arrancaban carcajadas. La mejor: la noche en que, tras unas copitas de más, nuestro hombre se durmió dentro de su coche y ahí le agarró el amanecer.

El tiempo que fue arcipreste pude apreciar con más claridad lo importante que era para él la fraternidad entre los sacerdotes. Lograba que el ambiente fuera ligero y cordial, porque era una persona carente de gravedad y planteaba los temas y las tareas con un estilo asequible. Nos llevábamos chévere en medio de nuestras diferencias, y era seguramente gracias a su hábil buen humor.

Esa atención a las bonitas relaciones con los compañeros se la ha restituido el Señor en los días finales de su vida en forma de amor concreto, esforzado y delicado. Es impresionante con qué dedicación y cariño le han cuidado Manolo Rico y Antonio Cerro, cómo le ha acompañado Antonio Mª Rejano… Y José Mari les expresaba su agradecimiento, me hablaba de “lo buenos que son”, se le iluminaba el rostro al contarme que había estado Luis Ramírez.

Y yo he tenido el privilegio de estar a su lado algunos ratos. Ha sido desgarrador en medio de mi propio duelo, pero me sentía atraído por él, su dolor por momentos extremo y su entrañable personalidad, nunca hundida a pesar de la devastación de la enfermedad. José Mari ha sido él mismo hasta el final, sin duda sostenido por su querida hermana Mª Carmen y su presbiterio diocesano.

No he podido devolverte, José Mari, todo lo que tú me diste. Me siento a la vez triste por tu pérdida, aliviado por estar lejos en este día, y orgulloso de llevar conmigo algo de ti. Realmente el mejor eres tú, y por ti y tu vida le doy las gracias a Diosito lindo.

viernes, 19 de abril de 2024

"TE TIENES QUE IR"

 
Mis papás me mandan todos los años un paquete para celebrar la Navidad: polvorones, turrón, mazapán, chucherías varias… Pero esta última vez la caja se quedó atorada en aduanas de Lima y no llegó. Por más que investigaron acá y preguntamos allá, había desaparecido en un limbo postal. Hasta que algunos días atrás, yendo por la calle, sonó un whatsapp de mi papá: “Tienes una sorpresa”.

Y sí: acá estaba la caja, de vuelta a la casa, donde yo estoy pero no debería estar en esta época del año. Mi mamá es única, me envía este arsenal de golosinas desde el abrazo de Diosito y se asegura de que la reciba. De hecho, mis hermanas y yo repasamos el contenido, conmocionados, y comprobamos que hay turrón de chocolate (mi preferido), y por supuesto las cosas que le gustan a ella (torta imperial, figuritas de mazapán), así ha firmado este cariño navideño.

Los últimos años, la videollamada cotidiana terminaba diciéndome ella “te quiero”. Como si quisiera aprovechar al máximo el tiempo que el cáncer le concedía para expresar el amor, o compensar posibles déficits anteriores de afecto, que nunca existieron. Yo le contestaba: “yo también te quiero a ti”, y así arrancaba mi jornada selvática, con ese rescate de ternura.

Se quedaba de esa manera conmigo cada mañana, y ahora, estos días en que luchamos por contener la hemorragia de aflicción, la noto más cerca que nunca. Mi mamá está acá, a mi lado; salgo a caminar, pongo la lavadora, trapeo la cocina y me está viendo; su olor me impregna y adorna muchos momentos; mi hermana nos corta a mi papá y a mí el cabello (¿?) al número 3 y sabemos que no le gusta, ella tenía que hacerlo al 5; algo se me cae, o me mancho almorzando y escucho su burla favorita: “homo habilis”. Jeje.

Mi madre está presente, me cuida, y cuando como ahora las lágrimas son un huaico que me vence, siento tercios de su fuerza reanimándome, sus ganas de vivir levantándome. Porque ella está en cada una de mis células desde antes de que naciera, ese es mi orgullo, la energía que todos nosotros necesitamos ahora más que nunca para seguir adelante.

La penúltima noche, un rato en que estábamos los dos solos, abrió los ojos, me miró y musitó, bajito: “te tienes que ir”. “¿Adónde?” – le pregunté yo. “A tu pueblo”. Fue lo último que me dijo a mí directamente. Me asombra y me admira... De modo que no queda otra: tengo que obedecer a mi mamá y regresar a mi vida, a mi tarea, con mi pueblo lindo. De hecho, me voy mañana.

Gracias por todas las muestras de cariño y cercanía hacia mi familia y hacia mí. Disculpen si no pudimos responder a todas las llamadas o los mensajes, pero nos consolaron en esta experiencia tan difícil, que ahora tenemos que ir procesando para extraer todos los aprendizajes, y han sido muchos. Ojalá nos hagan ser mejores personas.

No puedo ya continuar escribiendo, pero la vida tiene que seguir, es hora de volver. Lo necesito y al mismo tiempo lo temo; me ayudará y me dolerá. Nada me podrá quitar jamás su “te quiero”, su amor está vigente, arraigado, es eterno desde mi primer latido, y el mío por ella está en pie, puro, incondicional. Te quiero Mamá.

sábado, 13 de abril de 2024

APRENDER A VIVIR DE NUEVO

 
Este Sábado Santo fue para mí dolorosamente real, el más silencioso de mi vida. Muy vacío, sin tareas, sin comunidad a quien servir; triste, apagado, lento, desolado. Sin Vigilia Pascual por primera vez desde mi adolescencia. Me habían invitado en Fuentes de León (muchas gracias, estoy en deuda con la comunidad e iré a visitarles) pero francamente no me sentí capaz de cantar aleluya.

Durante muchos días, después de despedir a Mamá, todos en mi familia nos hemos perdido en una especie de triángulo de las Bermudas emocional. Aturrullados, como extraviados en una pesadilla insoportable, apenas acertábamos, como torpes autómatas, con las operaciones de inmediato y obligado cumplimiento: papeles, información sobre trámites, arreglos en el cementerio…

Retirar sus cosas, al menos guardarlas, es hasta ahora un tormento que padecemos en silencio. Porque en ellas nos asaltan los recuerdos, su presencia, están impregnadas de su personalidad. Mi papá encontró unos pocos billetes en su cartera, los dividió cuidadosamente y dio a cada uno de sus nietos la piruleta, la propina semanal. Me tuve que ir del patio donde estábamos para que no me vieran llorar.

Y es que cada cual lo lleva como puede, elabora y expresa el dolor a su manera. A veces nos anima hablar de ella, a veces la garganta simplemente se nos anuda; el mundo sigue girando, pero no entiendes por qué y cómo es posible, y pasas del resentimiento a rendirte ante la penosa evidencia de que ella se ha ido. Y todo envuelto en esa extraña nube de confusión e irrealidad.

Mi amiga de muchos años Claudia Cabillas, que además es psicóloga, me dijo esto: “es como aprender a vivir de nuevo”. Me hizo pensar, me ayudó. La vida continúa, pero ya nunca será como hasta ahora; todo es diferente. De pronto desaparece la persona más tuya, con quien mantienes el vínculo más íntimo, quien te conoce mejor que tú mismo, por quien sientes el amor más puro. Es desconcertante y atroz.

Esta soledad que sufro es completamente desconocida para mí. Un territorio afectivo por donde no logro orientarme, y me cuesta describirlo. Estamos aturdidos, conmocionados como tras una fuerte explosión, sin saber por dónde tirar ni cómo respirar. Los primeros días totalmente atolondrados, como pollos sin cabeza; después más bien abatidos, agotados en una isla desierta o espantados porque súbitamente nos encontramos dentro de un comic al que le han quitado los colores.

Seguir viviendo, pero todo ha cambiado de forma irreversible, como el gusto de las embarazadas. Lo sé y me aterra. Sin Mamá mi infancia y mi juventud se hunden en una bruma de memoria. Me siento algo así como separado de lo más genuino de mí mismo, es tan turbador como irremediable. Muy difícil. Carmen me contó que esto marca un antes y un después en la vida; y, sí: es un hito, un lacerante jalón. Ya nada será igual.

El Jueves y Viernes Santos sí que me fui a celebrar la Semana Santa, para ayudar a mis compañeros, pero sobre todo a mí mismo. El contacto con la gente siempre es revitalizante, me hace sonreír. En Calera de León con su coro rociero amenizando el lavatorio de los pies, y en Santa María de Nava, junto a la Virgen Zapatera, que tiene un significado muy especial para mí: me recuerda de dónde vengo y quién soy.

Y el domingo de Pascua, haciendo un esfuerzo, me acerqué a la procesión de la Esperancina en Valencia. Durante la Eucaristía mantuve la compostura, pero después, en el encuentro de la Virgen con su hijo regresado de la muerte, no pude contener las lágrimas, envueltas por los aplausos. ¡Qué dicha inmensa e incomparable abrazar a quien más quieres, después de haberlo visto partir para siempre! Hay momentos en que noto que me va a explotar el corazón.

“La pena por haberla perdido no puede opacar a la alegría de haberla tenido”, afirmó alguien en el tanatorio. Está bien, pero por ahora es solo una idea acertada, aún no logramos percibirlo y menos saborearlo. No te puedes preparar porque ninguna otra muerte antes vista se parece a esta. Como me compartió Yolanda, “un trozo de ti se ha marchado”… está en la eternidad. Y duele mucho.

domingo, 7 de abril de 2024

EL MEJOR REGALO


Estaba conversando con Valeriano Domínguez Toro, el párroco, que me mostraba las instalaciones, y veía con el rabillo del ojo a la gente ingresar: una mamá joven con una niña, una pareja mayor, dos señoras… Y desde entonces, cuando paso junto a la parroquia, me fijo en el trasiego de personas casi constante. ¿Qué hay allá que atrae con esa suavidad irresistible?

El Espíritu Santo está en el Cerro del Viento, un barrio de Badajoz. Es una parroquia joven, inaugurada en 2012 después de un proceso de construcción tan breve como audaz. Las misas habían comenzado tres años antes en un garaje de una calle cercana, donde enseguida enganchó el empuje de este sacerdote emprendedor, comunicativo, cercano y resolutivo.

La Navidad pasada, sin que hubiéramos tenido ningún contacto porque nos conocíamos solo de oídas, me llegaron mensajes de Valeriano ofreciendo para la misión una ayuda económica recaudada en actividades parroquiales. Me sorprendió gratamente; mis papás, que son feligreses pues viven cerca del templo, me contaron que en la Eucaristía se había mencionado el destino del donativo, y que mi carta de agradecimiento estaba colocada a la entrada, bien visible.

En enero, poco antes de este viaje inesperado, Valeriano me preguntó “si tenemos necesidades”, y esa cuestión se contesta sola; de modo que a los pocos días nos enviaron un nuevo apoyo, esta vez mayor. Por eso hoy estuve celebrando con esta comunidad el domingo de la Divina Misericordia, para aprovechar la ocasión y contarles cómo es la Amazonía, qué proyectos tratamos de llevar adelante en el Vicariato, y concretamente a qué será destinado su compartir.

Volvamos al por qué la gente pasa al recinto. La iglesia está abierta prácticamente todo el día; hay un espacio a la entrada separado por una mampara transparente que permite la visión del Santísimo, decorado con mucho gusto, y donde suele haber buscadores de un rato de paz y silencio a salvo de las pantallas. Pero hay muchas más personas que se dirigen de frente al patio, a mano derecha…

Al fondo, a unos metros, hay una especie de templete abierto. Sencillo pero muy bien concebido, con sillas y una primorosa ornamentación vegetal; en el centro, una urna de cristal con una imagen de la Virgen de Fátima. Y habitualmente alguien orando. De modo que era eso, esa la presencia que llama, ese es el meollo de ternura que palpita en las entretelas de la ciudad.

Valeriano dice que todo el día está llegando gente, y doy fe. “¿Pero y con este frío y todo?” – le pregunto (estas semanas nunca logro entrar en calor, extraño el clima de la selva). “El público se sienta con el abrigo y sin problema”. Impacta que tantos hagan una pausa en su jornada para encontrarse con la Madre y así disfrutar de un abrazo interior que va más allá del sosiego. Es una cuestión de amor puro.

Se puede prender una vela y entregar una limosna. Mi compañero dice que lo que se deposita ahí supera con mucho a las demás aportaciones económicas que se generan en la vida parroquial. Pienso en lo bien que se porta esta comunidad con nosotros y capto esa conexión: la generosidad tiene que ver con Ella, y está revestida de discreción, fidelidad y modestia, que son el estilo materno. Dar siempre y sin ruido.

Se portaron hoy muy bien conmigo. Me agradecieron, me animaron, me colaboraron. El Espíritu Santo es lo femenino de Dios; lo suyo es sostener, amparar, cuidar. Lo exhala el Resucitado antes de mostrar sus heridas y dejarlas tocar. La Espíritu inspira la personalidad de esta comunidad cristiana. Comunica paz, quita miedos, otorga aliento vital. También doy fe.

Se camina unos metros y se ve un pequeño monumento, una bella piedra de mármol pulido con varias inscripciones. Arriba del todo, “Resurrección”, porque es el final del via crucis que circunda el jardín; y una placa con estas palabras: “Una madre es el mejor regalo que Dios da al hombre”. Me embargan el agradecimiento y el dolor, pero por encima de todo, el amor.