Estaba conversando con Valeriano Domínguez Toro, el párroco, que
me mostraba las instalaciones, y veía con el rabillo del ojo a la gente
ingresar: una mamá joven con una niña, una pareja mayor, dos señoras… Y desde
entonces, cuando paso junto a la parroquia, me fijo en el trasiego de
personas casi constante. ¿Qué hay allá que atrae con esa suavidad irresistible?
El Espíritu Santo está en el Cerro del Viento, un barrio de Badajoz.
Es una parroquia joven, inaugurada en 2012 después de un proceso de
construcción tan breve como audaz. Las misas habían comenzado tres años
antes en un garaje de una calle cercana, donde enseguida enganchó el empuje
de este sacerdote emprendedor, comunicativo, cercano y resolutivo.
La Navidad pasada, sin que hubiéramos tenido ningún contacto
porque nos conocíamos solo de oídas, me llegaron mensajes de Valeriano ofreciendo
para la misión una ayuda económica recaudada en actividades parroquiales.
Me sorprendió gratamente; mis papás, que son feligreses pues viven cerca del
templo, me contaron que en la Eucaristía se había mencionado el destino del
donativo, y que mi carta de agradecimiento estaba colocada a la entrada, bien
visible.
En enero, poco antes de este viaje inesperado, Valeriano me
preguntó “si tenemos necesidades”, y esa cuestión se contesta sola; de modo que
a los pocos días nos enviaron un nuevo apoyo, esta vez mayor. Por eso hoy
estuve celebrando con esta comunidad el domingo de la Divina Misericordia, para
aprovechar la ocasión y contarles cómo es la Amazonía, qué proyectos
tratamos de llevar adelante en el Vicariato, y concretamente a qué será
destinado su compartir.
Volvamos al por qué la gente pasa al recinto. La iglesia está
abierta prácticamente todo el día; hay un espacio a la entrada separado por una
mampara transparente que permite la visión del Santísimo, decorado con mucho
gusto, y donde suele haber buscadores de un rato de paz y silencio a salvo
de las pantallas. Pero hay muchas más personas que se dirigen de frente al
patio, a mano derecha…
Al fondo, a unos metros, hay una especie de templete
abierto. Sencillo pero muy bien concebido, con sillas y una primorosa
ornamentación vegetal; en el centro, una urna de cristal con una imagen de
la Virgen de Fátima. Y habitualmente alguien orando. De modo que era eso, esa
la presencia que llama, ese es el meollo de ternura que palpita en las
entretelas de la ciudad.
Valeriano dice que todo el día está llegando gente, y doy
fe. “¿Pero y con este frío y todo?” – le pregunto (estas semanas nunca
logro entrar en calor, extraño el clima de la selva). “El público se sienta
con el abrigo y sin problema”. Impacta que tantos hagan una pausa en su
jornada para encontrarse con la Madre y así disfrutar de un abrazo interior
que va más allá del sosiego. Es una cuestión de amor puro.
Se puede prender una vela y entregar una limosna. Mi
compañero dice que lo que se deposita ahí supera con mucho a las demás
aportaciones económicas que se generan en la vida parroquial. Pienso en lo bien
que se porta esta comunidad con nosotros y capto esa conexión: la
generosidad tiene que ver con Ella, y está revestida de discreción, fidelidad y
modestia, que son el estilo materno. Dar siempre y sin ruido.
Se portaron hoy muy bien conmigo. Me agradecieron, me
animaron, me colaboraron. El Espíritu Santo es lo femenino de Dios; lo suyo es sostener,
amparar, cuidar. Lo exhala el Resucitado antes de mostrar sus heridas y
dejarlas tocar. La Espíritu inspira la personalidad de esta comunidad
cristiana. Comunica paz, quita miedos, otorga aliento vital. También doy fe.
Se camina unos metros y se ve un pequeño monumento, una bella
piedra de mármol pulido con varias inscripciones. Arriba del todo,
“Resurrección”, porque es el final del via crucis que circunda el
jardín; y una placa con estas palabras: “Una madre es el mejor regalo que
Dios da al hombre”. Me embargan el agradecimiento y el dolor, pero por
encima de todo, el amor.
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