Qué agradable volver a Islandia,
a la frontera, siete meses después. Todo me es sumamente familiar, como si
siguiera viviendo acá, y al mismo tiempo han pasado tantas cosas pandemia por
medio que parece que ha transcurrido una eternidad.
Escribo en mi cuarto de misionero recién llegado a la selva, ahora vacío porque nadie me ha reemplazado, y es el mismo donde oré, descansé, reflexioné y escribí, pero a la vez es otro. Puedo sopesar con algo de perspectiva las experiencias vividas en este confín amazónico, observar cómo se han constituido en decisivas para el tramo del camino que ahora toca y que el tipo que durmió entre estas paredes de madera jamás sospechó; su tunchi todavía merodea por acá.
De madrugada mi gata entra, como tantas veces, a reclamar su desayuno, y tengo que atenderla inmediatamente, claro. Hemos jugado al juego de la pata bajo la puerta, exclusivo entre ella y yo, y eso me dice que me ha reconocido. A pesar de la mascarilla, igual que la gente que me ha saludado con cariño al cruzarse por esos puentes; un par de personas incluso me han preguntado que si ya me reincorporo después de la pandemia.
El caso es que el virus no ha terminado, y de hecho las actividades habituales de la fiesta patronal están reducidas a la mínima expresión: celebración comunitaria de la reconciliación, misa y recorrido de la imagen del Señor de los Milagros por el pueblo con un grupito de seguidores. Nos vamos deteniendo en distintas casas, donde noto que se ora con reverencia, en silencio. Todo el mundo es más consciente que otros años de que necesitamos mucho la bendición y la protección de Dios, y ahí no hay religiones que valgan, “el Señor de los Milagros une diferencias”.
Con el mismo gusto que recibo agradecimientos por haber venido, verifico que realmente mi presencia no es tan necesaria: todas las tareas que yo realizaba han pasado con naturalidad a las hermanas, que han asumido las responsabilidades con decisión y a su manera. Todos sumamos, pero nadie es imprescindible, y cuando toca mudanza los pájaros siguen cantando a la vida que sigue, sin dramas ni miedo.
Guardo un día para saludar a diferentes misioneros en Leticia y Tabatinga: los jesuitas (solo estaba Valerio), el obispo Adolfo Zon, Verónica, Marta, los hermanos de la Salle… Sentados a la mesa o con un helado en el sitio que nos gusta, compartimos lo vivido este último tiempo, conversamos de mil cosas, el corazón se solaza, nos sentimos en casa. Son auténticos compañeros y amigos forjados por la misión en la frontera.
Verónica me lleva en su moto a Umariaçú, el pueblo tikuna con el que hace un tiempito que trabaja y que dentro de poco pasará de ser su tarea a ser su familia, porque se va a ir a vivir con ellos. Me quedo impactado de cómo todo fluye entre ella y estos indígenas a los que yo también conozco de las comunidades del Bajo Amazonas que visitábamos (Yahuma, Barranco…). Confieso que me da envidia sana; la posibilidad de dedicarse a ellos, como una vecina más, tratando de hacer carne y huesos las tan cacareadas inserción e inculturación… La misión pura y sosegada, sin más cargos ni obligaciones administrativas. Qué diferente es mi vida ahora mismo, qué ajetreo, qué montón de cosas (“con lo bien que estaba, para qué me tendré que haber metido en estos berenjenales”, me susurra el tunchi).
Admiro y extraño a estos misioneros y misioneras. Soy un privilegiado por haber podido navegar hombro con hombro con ellos. Emilia está próxima a regresar a Brasil después de cuatro años en Islandia; cuando llegó el momento de decirnos adiós, se me hizo un nudo en la garganta. Soy un perfecto inútil para las despedidas, querida Emilia, discúlpame. Guardo como un tesoro todo lo que me has enseñado y te deseo felicidad en tu próxima misión. Cuenta siempre conmigo.
Y así, con una
mijita de nostalgia por lo que quedó atrás, me subo al deslizador que me llevará a Caballo Cocha. Ojalá sea verdad esta cita de Teresa de Lisieux que Verónica me ha refrescado:
“Dios pone en tu corazón el deseo de lo que te quiere dar”. Estoy en ello.