miércoles, 30 de junio de 2021

MUSHU SHUNKUTA KUY (DANOS UN CORAZÓN NUEVO)


Hay que cantarlo con la melodía de “Danos un corazón/grande para amar…”, pero en realidad mushu shunkuta kuy significa “danos un corazón nuevo” en kichwa. Para vivir y trabajar en Angoteros hace falta corazón, por supuesto, pero un corazón nuevo, abierto y humilde, porque acá en el alto Napo todo es diferente y soprendente.

Hacía cuatro años que no venía (ver Mushuk wayra – 14 de mayo de2017), y es curioso que me notara a la vez asombrado y a mis anchas. Porque lo que veo, escucho y siento en Angoteros no deja de impactarme, y al mismo tiempo no me resulta extraño, no me cuesta y lo disfruto. Atrae mi instinto de antropólogo siempre novato y colma mi gen misionero.

La pobreza de este lugar queda resumida en esta frase que escuché en diferentes conversaciones con la gente: “estos días hay poca comida”. Raramente se encuentra carne de res o de chancho, se come yuca, arroz y algo de pescado, y no hay forma de conseguir pan ni verduras (cebolla, ajo, lechuga, zanahoria…); por eso Dominik es granjera y tiene 11 gallinas, aunque dos de ellas tuvieron que ir a la olla para ofrecer un delicioso inchikapi* a las autoridades. Después de comer les escuché largo y tendido, porque los problemas del pueblo son muchos y profundos.

Tal vez la educación sea el número uno. Justo el día en que se reanudaban las clases semipresenciales (después de un brote) volví a palpar el estado casi ruinoso de los edificios (los chicos de secundaria debieron ir a sus casa a cambiarse de ropa y regresar para hacer la limpieza del colegio) y las dificultades de la administración para asegurar un desempeño profesional y riguroso por parte de los maestros en estas zonas tan lejanas. Me relatan ventas de notas, abusos… historias de terror.

Admira la lucha del programa Pebian por garantizar que la enseñanza sea realmente bilingüe, porque el idioma (el 100% de la población es kichwahablante y el 70% habla español pero bola bola) es la clave de preservación de la cultura y hay que cuidarlo. He visto más adolescentes alrededor de celulares, la llegada de internet es una cuestión de tiempo, y por eso procuro saludar en kichwa a todo el mundo – alipuncha, alishishi, alituta -y tengo mis profesores que llegan cada día a las 3 de la tarde guiándose por la posición del sol porque acá nadies tiene reloj.


Los wawakuna (niños), aburridos y hartos de no tener escuela, acuden en tropel a Domipa wasipi yachani (aprendo en la casa de Domi) a completar puzles con las regiones del Perú, escribir, armar rompecabezas, colorear dibujos o hacer cuentas. Ruth, Emma y Yaser dejan un rato los juegos educativos y van explicándome  en los pizarrines blancos la lección de hoy: expresiones usuales (¿ima shuti kanki? = “¿cómo te llamas?”) o los números en kicwha. Mis maestros son un encanto y no solo no me cobran, sino que me regalan una naranja para merendar.

En el alto Napo la suavidad en los modales, el respeto, el tono bajo de la voz, la sonrisa franca y silenciosa… se aprenden desde el primer zuguetazo de teta de tu mamá. Florentino, Alipio y Roger, los kuillur runa (animadores), responsables de la comunidad cristiana, me cuentan cómo se vive la fe en este pueblo. “Todos somos católicos”, dicen; el Bautismo es una institución social, un rito iniciático que, junto con la casarana (matrimonio), cohesiona y expresa la cultura. Lo hacen a su manera, original y a la vez plenamente católica.

Se ve en la celebración del domingo. Llueve mucho y la capilla está casi vacía, de público y de imágenes u objetos. El protagonismo es de la comunidad; tan solo hay una figura de Pachayaya (Dios Padre) representado por el viejo carachoso del mito, que era Dios disfrazado de mendigo e iba pidiendo limosna para dilucidar cómo es cada persona y premiar a los generosos con buenas cosechas. Los kuillur runa, con una breve capa blanca, presiden y llevan a cabo todo el rito en su lengua; yo solo intervengo para un pequeño comentario al evangelio y hago el ofertorio, la consagración y la plegaria como puedo en kichwa.

El Papa nos pide “que los pueblos originarios moldeen culturalmente las iglesias locales amazónicas”. No me cabe duda de que Angoteros es el puesto de misión del Vicariato donde este moldeado ha avanzado más, al modo naporuna. Pero hay que darle continuidad a la inculturación y seguir acompañando a estos pueblos con un corazón (shunku) decididamente misionero. Ya me he anotado en la lista para venir al alto Napo cuando me toque traslado. Vamos practicando: ñuka shuti kan César.

* Sopa a base de maní (cacahuetes) y cebolla con presas de gallina.

sábado, 26 de junio de 2021

“LA GRASSE MATINÉE”


Es una expresión que aprendí cuando estudiaba francés: “faire la grasse matinée”, que se traduce por “dormir hasta tarde” o, más exactamente, “levantarse tarde”, es decir, quedarse en la cama, remolonear y perrear saludablemente. Muy pocas veces tiene uno la oportunidad de semejante cosa, pero mira por donde alguno de los “domingos de inmovilización total obligatoria” en el Perú me han brindado ese pequeño placer.

La condición es que no haya nada que hacer, cosa rarísima y casi extraterrestre. Los domingos por la mañana, ahora que hay una relativa tregua en la incidencia del virus, hemos empezado a salir a las comunidades río abajo para la celebración del domingo, y estábamos deseando. Pero, si hay mandato gubernamental de no salir de casa o hay elecciones, se suspende toda actividad, misa incluida.

Tiene que coincidir además que no haga demasiado calor, porque como sea uno de esos días en que el sol sale fuerte y empieza a jarrear a las 6 de la mañana, no hay quien pare en la cama. Pero si hay suerte, me salto los horarios y me permito holgazanear. Sin prisas, sin tener que atender nada, saboreo el silencio porque los de la municipalidad también dan un respiro en poner música, y gozo de un buen rato de relax…

Ojeo con calma el periódico, veo XLSemanal y disfruto de mis columnas favoritas: Pérez Reverte, Javier Marías, Carmen Posada… Tranquilamente, y más allá de las 7 de la mañana (tardísimo, normalmente estoy en pie antes de las 5, acá amanece a las 6), por fin me levanto, me preparo un café, pongo la radio, desayuno con pausa. Hoy me he puesto hasta buzo (chándal) y calcetines porque hace friaje, una temperatura deliciosa de 23 grados.

La mañana transcurre lentamente a través de un plácido sosiego. Me pongo a escribir, termino una entrada, empiezo esta que están leyendo, llamo a mis padres, leo una novela, recojo ropa, miro la tele con mi gata encima, dentro de un ratito daré ejercicios (no hay cosa que me guste más)… El teléfono mudo, la agenda de hoy en blanco, la calle desierta, nadies me necesitará (esperemos), “tiempo de ser” como nos enseñaron en el noviciado, ratos para estar conmigo mismo y desempeñarme en el saludable arte de no hacer nada. Nada de mérito, quiero decir.

Recuerdo que durante la cuarentena estricta todos los días eran más o menos así, y eso resultó abrumador y casi angustioso. La gracia de la “grasse matinée” reside en su carácter excepcional, es como un resquicio de serenidad y de tarifa plana de descanso en medio de la velocidad y el ruido de la vida. Se trata de romper todas las rutinas precisamente para poder retomarlas con eficacia y alegría.

Disculpen si les decepciona no hallar acá una gran aventura misionera esta vez. Mi amiga Ana Muñoz me habló una vez del “descanso del guerrero” y me hizo reír y pensar, nunca lo he olvidado. Frenar y encontrar tiempos de reposo y desconexión es algo muy necesario. Poder bajar la guardia y desmadejarse haraganeando sin culpabilidad ni excusas, empleándose a fondo en vaguear, es mucho más saludable que todos los ansiolíticos y antidepresivos juntos.

Porque los misioneros no somos héroes, somos personas normales, de carne y hueso. Bueno, yo al menos. Como dice la gente por acá, “también tengo derecho”, o como el anuncio aquel, “porque yo lo valgo”. Y aquí lo dejo, que ya se va a colapsar mi capacidad cognitiva por hoy.

sábado, 19 de junio de 2021

IGLESIAS SIAMESAS QUE COMPARTEN MISIÓN: UNA EXPERIENCIA ORIGINAL Y PIONERA ENTRE VICARIATOS FRONTERIZOS EN LA AMAZONÍA


Frente a Soplín Vargas, en el lado peruano del alto Putumayo, está Puerto Leguízamo, capital de la orilla colombiana. Funciona como un pulmón económico para esta zona, la gente va y viene para comprar, visitar a los parientes, ir al médico… La moneda en ambas márgenes es el peso colombiano, muchas personas tienen las dos nacionalidades, todo está conectado, y poco a poco la iglesia lo va entendiendo y viviendo.

Leguízamo es la sede del Vicariato de Puerto Leguízamo-Solano, de Colombia, y Soplín Vargas pertenece al Vicariato San José del Amazonas, de Perú. Desde hace algunos años estas dos jurisdicciones han ido estrechando lazos y concretando modos de colaboración a través de los Misioneros de la Consolata como hilo conductor: ellos tienen a su cargo el vicariato colombiano, con su obispo Mons. Joaquín Pinzón a la cabeza, y están presentes en el vicariato peruano, donde el misionero Fernando Flórez, colombiano y miembro de este instituto, es el responsable del puesto de misión de Soplín.

Ir con Fernando a Leguízamo es acompañarlo a su casa. Allí están sus compañeros y compatriotas, además de su amigo y antiguo formador Joaquín, el obispo. Esa cercanía, junto con el convencimiento de que “el río no nos separa, sino que nos une” es la que ha ido haciendo fluir las buenas relaciones y el trabajo conjunto entre las dos iglesias. Fernando lleva tiempo echando una mano en el lado colombiano, y a la vez cuenta con gente de allí para ir haciendo realidad el proyecto “Misión Putumayo” en la orilla peruana.

Lo vemos en Puerto Lupita. La señora Tania Ruiz, colombiana, es la responsable del proyecto en esta población cercana, pero peruana. A través de mingas formativas, talleres, reuniones y diversas actividades, se busca fortalecer a los líderes de la comunidad, empoderar a las mujeres y caminar hacia la recuperación de la cultura originaria, en este caso kichwa, mediante la artesanía, la danza y por supuesto el idioma. El equipo de facilitadores, que incluye al sabedor de la lengua, procede del vicariato vecino. Es una evangelización de primera línea que no comienza por los sacramentos o la doctrina, sino que busca puntos de encuentro e interés como el cuidado de la casa común.

Para apostar por este trabajo con las comunidades en toda la cuenca, y en ambos lados, el obispo de Puerto Leguízamo, Mons. Joaquín, ha dado un paso decisivo: mediante un decreto, ha creado un nuevo puesto de misión en su jurisdicción, un territorio aproximadamente gemelo del puesto de misión peruano de Soplín Vargas, y ha encomendado su cuidado pastoral a Fernando Flórez (que pertenece a San José del Amazonas – Perú) y a Alejandro Sánchez, diácono diocesano de etnia murui que pertenece a Puerto Leguízamo – Colombia).

Mons. Joaquín Pinzón, de blanco

El obispo ha hecho oficial lo que ya era realidad: un equipo intervicarial, integrado por misioneros de las dos iglesias, que trabaja a la vez en las dos orillas con un proyecto compartido. Claro que técnicamente él no puede dar un oficio a un sacerdote que no es suyo, ni destinar a su diácono al vicariato vecino, pero el documento dice “en estrecha comunión pastoral”, a buen entendedor pocas palabras bastan. Y así lo conversamos profusamente él y yo, obispo de Puerto Leguízamo y vicario general de San José del Amazonas, en una agradable cena entre hermanos en su casa, entusiasmados por lo conseguido y por las perspectivas.

Realmente se trata de una experiencia pionera y revolucionaria que responde al pedido del Sínodo de la Amazonía, que en el número 112 del Documento Final propone “replantear la forma de organizar las iglesias locales, repensar las estructuras de comunión en los niveles provinciales, regionales, nacionales y, también, desde la Panamazonía. Por ello, es necesario articular espacios sinodales y generar redes de apoyo solidario. Urge superar las fronteras que la geografía impone y trazar puentes que unan. El documento de Aparecida ya insistía que las Iglesias locales generen formas de asociación interdiocesana en cada nación o entre países de una región y que alimente una mayor cooperación entre las iglesias hermanas (cf. DAp 182)”. Pues he aquí una iniciativa modesta, pero original y rompedora.

Joaquín, hombre tan inteligente como bueno, me entregó el documento a la espera de que por parte de nuestro vicariato haya un reconocimiento especular pero igualmente firme y legal. Somos dos iglesias siamesas, peruana y colombiana, unidas por el alto Putumayo, en la aventura de trabajar juntas como una sola fuerza. Por nuestras venas corre la misma pasión misionera y el mismo sueño de ir plasmando una Iglesia con rostro amazónico y con rostro indígena. Fernando forma parte de Puerto Leguízamo y Alejandro está ya en la lista de nuestro Vicariato San José. Y todos, juntos, pertenecemos a la Amazonía.

Eucaristía de domingo en Soplín Vargas

sábado, 12 de junio de 2021

TÍMIDO REPUNTE DE LAS ACTIVIDADES PASTORALES


Con temor y temblor, porque a pesar de la mejora en los datos en Perú durante las últimas ocho semanas sabemos que el virus está acechando, nos hemos atrevido en Indiana a reiniciar algunitas de las actividades parroquiales. Por supuesto, con todas las cautelas, protocolos, mascarillas, alcoholes y distancias… o no tantas.

No podemos (bueno, podríamos pero no debemos) visitar las comunidades porque eso supone hacer reuniones donde la gente va a boca descubierta, convivir en las casas, quedarnos a dormir, etc. Y duele mucho no llegar sobre todo a Manatí y a Yanayacu, las quebradas lejanas, ahora que el río está casi arriba del todo. Fastidia pero es lo que hay.

Al menos desatamos el bote, el “San Martín”, los domingos en la mañana para ir a un grupo de pueblitos de la ribera, es decir, que están en el Amazonas grande: abajo (Santa Teresa, Iquique, Santa Rosa, Pucashpa, Yanamono) o arriba (Fátima, San Rafael) desde Indiana. A las 8 nos juntamos la mancha que ese día quiera venir: miembros del equipo coordinador, o de la pastoral juvenil, catequistas… Y vamos dejando grupos en dos o tres lugares. Se anima la celebración del domingo e incluso se ha comenzado la preparación a la primera comunión en algún sitio.

Domingo en Santa Teresa. Atención al perro

Ahora aprendemos en nuestras propias carnes lo importante que es la iniciación cristiana en la vida de una comunidad, de una parroquia. Las fuerzas que eso moviliza, las personas que implica, la vida que origina, la alegría que contagia. En la catequesis los laicos se comprometen, los locales y la celebración se llenan de niños, la comunidad siente que se regenera. Lo necesitábamos como el comer después de un año de silencio y reclusión por pandemia.

Descartada la formación de niños y jóvenes al estilo tradicional en grupos, iniciamos con mucha prudencia en la sede la catequesis familiar con vistas a la primera comunión a finales de año. Unos cuantos papás y mamás (no llegan a quince personas) acuden cada dos semanas a la catedral, espacio amplio, para compartir qué tal les va como catequistas de sus hijos y recibir indicaciones y materiales para el siguiente tema que trabajarán en la casa. Los facilitadores somos los misioneros, que nos vamos turnando.

Y ninguno queríamos perdérnoslo, al igual que la Confirmación. Ahí se inscribieron unos quince adolescentes, y la modalidad es virtual, parecida a como siguen sus clases del colegio. Somos cuatro o cinco catequistas, y a cada uno le corresponden algunos muchachos (a mí, tres chicas). Les envío por whatsapp fotografiado el tema correspondiente, ellas lo trabajan y si podemos nos encontramos brevísimamente para comentar, aclarar y acompañar. Y nos vemos en la Eucaristía del domingo, que queremos que sea parte sustancial de todas estas ofertas formativas.

Y luego están los jóvenes, que fueron los primeros que se movieron para formar un grupo nuevo. Antes de la pandemia estaban “los catequistas”, adolescentes que colaboraban en el proceso de los niños de diferentes sectores de Indiana; ahora esto está separado de la catequesis, ellos son un grupo “en sí”, que tiene sus coordinadores, sus asesores y por supuesto yo, que intento estar ahí con ellos. Desde el principio quedó bien claro que ellos son los protagonistas, y también que no quieren charlas, sino “cosas más de hacer”. Inmediatamente se me activó el instinto JEC y por el momento vamos introduciéndonos en la metodología ver-juzgar-actuar, a ver adónde nos va llevando. Son los de la foto de cabecera.

Está también el “equipo coordinador” de la parroquia, que va fraguando para ser el futuro consejo de pastoral. Intentos de armar el coro y planes de convocar a antiguos animadores, parejas abiertas al matrimonio e incluso posible día de encuentro y almuerzo comunitario de todos, al estilo de aquellos “días de la parroquia” que salían tan bien en España. Pero todo está en veremos, según el virus se esté más o menos quieto.

No es demasiado, no vamos a salvar el mundo, pero menos es nada y soñar es gratis. Solo aspiramos a que las cosas sean, aproximadamente, como eran antes de esta pesadilla. Con toda su debilidad y su encanto.

sábado, 5 de junio de 2021

DESCUBRIENDO EL ALTO PUTUMAYO, EL RÍO QUE UNE


Estaba emocionado por volar por primera vez en hidroavioneta, pero tuve que tener paciencia y esperar: solo hay un vuelo a Soplín Vargas a la semana, los miércoles, y si hace mal tiempo o la Fuerza Aérea necesita el aparato para otro menester, el viaje se pospone. En mi caso, hasta el viernes. Llegar al alto Putumayo es una aventura, pero por descontado que valió la pena.

Soplín es una chacra de apenas 800 habitantes situada en el extremo norte del tramo peruano del río Putumayo, que es el límite natural entre Colombia y Perú. Unos 1200 km de inmensidad navegable, poca población, vida desbordante y todas las patologías que infestan las fronteras alejadas: débil presencia de los estados; educación, salud, agua, electricidad y demás servicios básicos precarios o inexistentes; narcotráfico, violaciones de los derechos humanos, impunidad.

Es además Soplín Vargas el puesto de misión más reciente (fundado en 2011), el más lejano y el de más difícil acceso, y el último de los 16 que me quedaba por conocer. En él viven cuatro pueblos indígenas (Kichwa, Murui, Ajebeko Yajen y Secoya), y los misioneros intentan tejer territorio, culturas y vida a lo largo de 40 comunidades. Es también una bonita experiencia de trabajo en comunión y superación de fronteras geográficas y eclesiales, pero sobre ello abundaré en otra entrada.

Pasamos un par de días en la casa misionera, que no es otra cosa que la capilla, que tiene adosados dos cuartos, un baño y la cocina. Las condiciones materiales de los misioneros al llegar a un lugar nuevo son duras, doy fe. Vivimos y dormimos donde mañana se armará la misa, almorzamos en la parte trasera arañando un poco de privacidad, y por la noche, con ayuda de un foco recargable con panel solar porque no hay luz, nos contamos nuestra vida animados por unos piqueos y un excelente ron de caña que Fernando Flórez, el responsable del puesto de misión, nos ofrece generosamente, como todo lo que tenemos a la vista.

El domingo por la mañana llega temprano don Luciano, veterano animador, a ayudar al padre a recoger, barrer, trapear y colocar sillas, de modo que donde estaban las carpas y colchonetas emerge el espacio de la celebración. Acude un buen grupo de personas y, con Alejandro a la guitarra, la Eucaristía resulta muy alegre, espontánea y participada. El vicario general les habla y procura que se sientan conectados con toda esta enormidad selvática que es el Vicariato San José. Alejo es diácono, colombiano y de etnia murui, y es el compañero de Fernando desde hace un mes.


“El río no nos divide, sino que nos une”
, es un mantra que inspira el estilo de trabajo de esta zona, y que reaparece a menudo en conversas y presentaciones. Recorriendo el río se establece un vínculo entre las personas, y de hecho se trata de que Ginebra, Francis (voluntarios de la ONG Suyay) y yo conozcamos, sintamos, gustemos y amemos estas tierras, estas gentes y este proyecto. En Puerto Lupita palpamos la apuesta por el fortalecimiento de líderes, el cuidado de la casa común, la recuperación de las culturas originarias… Nos acogen, nos explican sus talleres, actividades y esfuerzos, nos muestran algunos modestos resultados e intuimos su ilusión. Almorzamos un rico sancocho y nos regalan bellas artesanías: un pate para tomar masato y un bolígrafo de madera tallada.

Durante dos días bajamos el Putumayo en el bote Ruah Sumak Kawsay (“Espíritu Buen Vivir”, en kichwa), una travesía larga pero cómoda, con buenos asientos, motor 40 y muy buenas vibras en el grupo, tinto va tinto viene. Entramos en varias comunidades de ambas orillas: Ipiranga, Urco Miraño… Nos acompañan dos religiosas africanas misioneras de la Consolata, Lois y Gladys. Apenas llegamos a Puerto Alegría, donde pasamos la noche y ellas se quedarán una semana, preparan una rica cena y la comida del día siguiente. El grupo se fragua, el río nos une.

En Santa Mercedes, que es distrito, el cacique Juan Carlos y la señora Marisela me jalan hasta enseñarme el terreno donde quieren hacer su capilla, y piden apoyo. De ahí a Puerto Arturo, donde conversamos con Germán (dirigente kichwa) y Pedro (dirigente murui), que luchan por organizar una federación que aúne a los pueblos indígenas de la región. Con Yolanda, esposa de Pedro, y su nieta, nos hacemos esta foto que me parece un daguerrotipo familiar antiguo como los que hay en las casas de los pueblos de mi Extremadura.

Y así, a favor de la corriente, vamos descubriendo la anchura y el silencio del río Putumayo, su majestad y su carácter. Presentimos el peligro de la militarización, nos han hablado de cárteles de narcos que se disputan el territorio; pienso en el sometimiento de la pobre gente, que debe escoger entre el hambre o el raspado de coca. Dialogo con ese dolor viejo, que desde la época del caucho impregna cada olada; contemplo esa soledad que serena el corazón y tiñe la puesta de sol, como en el Yavarí. No necesito tomar esta agua para enamorarme y desear volver.