domingo, 29 de marzo de 2020

CUARENTENA EN LA SELVA. MIEDO SILENCIOSO Y RUTINAS



Unos zonzos justo enfrente de la casa dedican mañanas y tardes a construir un bote. Ahí, pum pum con el martillo, rrruuunnn con la motosierra, como si nada. Se ve un motocarro pelao. Caminan por la vereda algunos sanitarios, con mascarillas y mochilas. Reina un silencio espeso (no se oye ni el karaoke de la vecina) agredido apenas por el parlante del carro de la municipalidad, que vocea las normas del toque de queda. Con el paso de los días se impone la desolación.

Es una especie de tristeza tensa. En la misión vivimos once personas. Tenemos mucho espacio, y por tanto variadas posibilidades para buscar el aislamiento. Lo llevamos con naturalidad, pero hay momentos en que la calma parece resquebrajarse. La aspirante que está con las religiosas, una chica de 17 años, ha sido sometida hoy a la prueba porque anoche tenía fiebre, tos y flemas. Si sale positivo, significa que la hermana María José o yo, o los dos, tendríamos el coronavirus y lo habríamos contraído seguramente en contacto con el obispo. De hecho, yo fui quien más tiempo pasó con él del 12 al 16 de marzo… ¿Estaré contagiado?

Somos una peruana, un polaco, un español y …ocho mexicanos. He pasado de ser brasilero durante tres años a ser cuate. Como doña Esther, la cocinera, está en su casita, cocinamos nosotros: he comido tacos, enfrijoladas, nachos, chilaquiles… con diferentes salsas siempre picantes. También hubo un día tortilla española hasta que nos dijeron que yo tenía probabilidades de estar infectado; ese día dejé de entrar en la cocina y desde entonces utilizo mis cubiertos aparte y paso el mayor tiempo posible en mi cuarto.

Procuro tomar mates calientes y cítricos. Camino 5 kilómetros al día esquivando a los perros y gatos de acá, hago meditación, pesas y una tabla de gimnasia. Vivimos todos pendientes de la salud de nuestro obispo, y dedico gran parte del tiempo a seguir su evolución y a informar a los misioneros y otras personas. El primer día, ante la aparición alarmante de la noticia en las redes, me vi obligado a redactar una nota de prensa para enviarla a los medios. Luego ya se fue calmando el temporal. Estoy preocupado también por los misioneros, si tienen algún síntoma, si les hacen la prueba, etc. Mala época para empezar este servicio de vicario general.

Los primeros días conversábamos en el quipo sobre cómo vamos a armar la pastoral en Indiana incluyendo al nuevo párroco, etc. Incluso envié a los misioneros una carta “mandando trabajo”. Ahora estamos casi totalmente centrados en protegernos y cuidarnos a nosotros mismos y mutuamente. Porque las cosas ahí afuera se complican. El mercado y las tiendas solo despachan de 4 a 8 de la mañana; cada vez hay menos cosas, y además la gente tiene verdaderos problemas para hacerse de dinero.

En Indiana anteayer solo disponían de 5 pruebas moleculares para realizar, cosa que provoca un poco de risa o llanto, y en todo el Perú apenas se llega a las 500 pruebas diarias. No quiero pensar lo que puede pasar si logran realizar el doble o el triple y los positivos crecen en progresión geométrica: los medios sanitarios se verán desbordados. No es que no haya suficientes camas de UCI o respiradores mecánicos… acá en la posta no hay ni ecógrafo y a veces ni paracetamol.

Hace un calor tremendo, que vuelve la quietud más aplastante. La mascarilla se me queda pegada por el sudor. No hay ni spam en la cuenta de correo, y durante un día entero nos quedamos sin señal de telefonía y de internet, en silencio e incomunicados. Necesitamos mantener algunas rutinas, y en la mañana nos reunimos a celebrar la Eucaristía. Procuro utilizar mi propio cáliz y patena, y no tocar nada. Nos sonreímos con la mirada en el momento de la paz.

Así vamos a continuar hasta el día 12 de abril, porque el Gobierno ha prorrogado el estado de emergencia. Veo por la ventana de mi cuarto una canoa solitaria. El Amazonas prosigue con su fluir secular, ajeno a este caos. Me hace sentir que todo esto pasará, la vida se restablecerá y a la vez será distinta, como el agua del río…. Al irme a dormir acecha mi mente la inquietud por el resultado pendiente del test de la muchacha. Media hora después la doctora del centro de salud me despierta para decirme que la huambra, como dicen acá, ha dado negativo. Hace horas que la policía se llevó a los carpinteros del bote. Mañana saldrá el sol.

miércoles, 25 de marzo de 2020

CUARENTENA EN INDIANA. ¿CERRAR LA SELVA?


Esta llegada al nuevo destino ha sido única en mi vida: entrar en la casa misionera y ya no salir a causa del coronavirus. Ni misa de presentación a la comunidad, ni saludo a las autoridades, ni reuniones, ni paseo por la calle para ir conociendo… nada de nada. Nomás encierro, inquietud y tedio, como tanta gente en el mundo entero.

Cuando el 15 de marzo los casos en el Perú alcanzaron los 70, el gobierno decretó el estado de emergencia con la consiguiente orden de aislamiento social. Comenzó el día 16, igual que en España, con la diferencia de que ese día se registraron allí más de 7000 casos y ya habían muerto más de 250 personas. Si España hubiera reaccionado con la misma rapidez, tendría que haber iniciado la cuarentena tal vez el 1 de marzo, cuando había 84 casos y ningún fallecido.

Es decir, España pasó de 1 a 84 casos en un mes (del 1 de febrero al 1 de marzo); Perú pasó de 1 a 71 en solo nueve días (del 6 al 15 de marzo). Todo esto significa que acá llevamos dos semanas de ventaja pero que quizás no sirva de nada porque parece que vamos bastante peor que en España. ¿Y pa qué todos estos datos? Pues para que vean lo que hace el aburrimiento de ya 10 días de reclusión.

El sábado 14 estaba en Iquitos. En la reunión del Consejo de Misión decidimos suspender la Asamblea Vicarial, programada para comenzar al día siguiente. A partir de ahí se desencadenó un maratón de llamadas, mensajes y gestiones para detener a los que aún no habían salido de casa y arreglar la manera de regresar a los que estaban ya en Indiana o Iquitos. Un lío agravado por la confusión y la desinformación: nadie te daba seguridad de nada.

El lunes, primer día del estado de emergencia, comenzó a restringirse la movilidad por el Amazonas. Iba en motocarro por la avenida La Marina y veía a los soldados con mascarillas deteniendo las motos y espaciándolas. En el puerto de Productores me dijeron que “posiblemente” habría deslizadores a Indiana ese día, pero que el martes ya no se sabía. Tengamos en cuenta que la única vía de comunicación, la única “carretera”, es el río (no puedes caminar o agarrar tu carro e irte tranquilamente a tu casa, como en Badajoz), de modo que existía un grave riesgo de que mucha gente quedara “atrapada” en la ciudad sin poder retornar a sus pueblos, y yo entre ellos.

A las tres de la tarde, quince o dieciséis misioneros esperaban en la lancha Gran Diego para bajar hacia Pevas, San Pablo y Caballo Cocha y volver a sus hogares; la embarcación no zarpó hasta las 11:30 de la noche, porque había más de 400 personas y Capitanía no dejaba salir a las motonaves con tanto peso. Me avisaron por whatsapp y ya pude dormir tranquilo; porque yo había conseguido subir a un rápido (una vez que vi que todo estaba más o menos en orden en la oficina) y me encontraba en Indiana desde el mediodía.

Al día siguiente se declararon los dos primeros casos de infectados por covid-19 en la región Loreto, ¿y dónde? En Indiana. Un guía turístico que trabaja en uno de los albergues de la zona había acompañado días atrás a un grupo de chinos; se sintió enfermo, se fue a la posta médica (¡a dos cuadras de donde escribo!) y enseguida, protocolo de evacuación al hospital regional de Iquitos, prueba, positivo y aislamiento.

La gente tarda en enterarse, de manera que los dos o tres primeros días se veía pasar por la vereda a mamás con niños, a viejitos… hasta que la municipalidad decidió limitar el horario de compras de alimentos de 5 a 8 de la mañana. Después de muchos comunicados por el parlante y avisos de la policía, Indiana por fin se desertizó. Aunque de vez en cuando se ve a algún irresponsable que no hace caso, como en todas partes.

Hay que entender que en este país, donde el 73% de la economía es informal (y más en nuestra región pobre extrema), esta situación lleva al límite a muchas familias que simplemente no tienen un sueldo y viven al día. El señor que ofrece maní por las mañanas compra la comida de ese día con lo que saca de su venta; los que llegan de las comunidades a vender sus productos al mercado allí mismo se abastecen para su familia. La precariedad es tal que pronto tendremos gente en la misión pidiendo comida, seguro.

Parecía que por estos lares el virus no iba a llegar, por la lejanía, el clima, etc. Pues toma: 208 casos confirmados en la Amazonía y un fallecido a día de ayer 24 de marzo, según REPAM ¿Qué hacer? Como decía un whatsapp que recibí hoy y me hizo sonreír: “¿Cómo, que allí también está esa cosa? Pues a ver cómo hacen para cerrar la selva, manda huevos”. (Continuará).

sábado, 21 de marzo de 2020

ADIÓS A ISLANDIA


Realmente es solo un “hasta luego”, porque pienso regresar más pronto que tarde, pero será de visita nomás. De nuevo mi habitación destartalada, de nuevo cajas y maletas por medio, y sobre la mesa las agendas usadas de 2017, 2018 y 2019. Tres años después, como tantas otras veces en mi itinerante vida, me toca traslado.

Estos días concurren inevitablemente reuniones de evaluación, balances y entrega de documentos. Los papeles acumulados desfilan como desempolvando una especie de resumen cronológico de este tiempo y me arrancan sonrisas, como las páginas garabateadas de las agendas. ¡Cuántas cosas han pasado! Cuántas conversaciones, descubrimientos, travesías, muchos recorridos; fiestas, duelos, aventuras de todo pelaje… Siento que todo está bien, todo lo que ha ocurrido y la manera en que las cosas se han dado, conforme, así ha sido, me siento satisfecho y en paz.

Islandia tendrá siempre un significado muy especial para mí. Es el escenario de mi primer contacto profundo con la tierra amazónica; tengo muy vivos la sorpresa y el impacto. Era una selva muy distinta a la imagen clásica de pueblito con los nativos que te reciben con pancarta, y me costó trabajo aceptar esta realidad tan poliédrica y pastoralmente tan “desértica”, interiorizar que “el Señor está en este sitio y yo no lo sabía” (Gn 28, 16).

Vivir en una periferia tan lejana y tan pobre exige una recomposición interior. La necesidad de descalzarse y a la vez el dolor que supone para tus pies... La urgencia de la humildad para que tu corazón misionero sobreviva y se alimente… La obligación de la lentitud, de creer en procesos pequeños, de entrar en la lógica de la semilla y su misterio, de pasarse al bando de Dios mimetizado en los rigores y las sonrisas de este arrabal humano que es la frontera, “casa de Dios y puerta del cielo” (Gn 28, 17).

Miro mi proyecto personal y las huellas son claras: “salir de mí” como actitud espiritual, respetar pero pisar con decisión el barro, entrar en contacto directo, mancharme, exponerme, impregnarme. Y al mismo tiempo tratar de formatearme, reiniciarme; deponer mi bagaje pastoral, no repetir esquemas, probar, inventar… cambiar. Sobre todo cambiar, ser “otro” sin dejar de ser yo mismo. Arriesgarme a ponerme las sandalias de acá, adoptar otro ritmo, otro lenguaje, otra visión de las cosas, otros valores… Por supuesto que no lo he logrado, pero lo he intentado y sigo en ello.

Tanta cosa: la enfermedad, las vueltas por los ríos, la vida en una comunidad inter-todo (inter-institucional, inter-generacional, inter-sexual…); el deslumbramiento por esta naturaleza maltratada pero bella a rabiar; la oportunidad de ayudar a mejorar la vida de gente muy pobre; los ensayos de trabajo más inculturado; la amistad con los misioneros de la triple frontera; aprender la solidaridad pero también sentir la crueldad de estos lugares… Y sobre todo el encuentro con las personas, y muy especialmente con los indígenas.

A la hora de despedirse mide uno de alguna manera el hecho de que, aun modestamente, ha llegado a formar parte de la vida de al menos algunas personas. A la pregunta: “¿vas a estar acá?” (es decir: ¿sigues, o este año ya te vas, como tantos profesores, sanitarios, etc. que están de paso?) sigue un gesto de decepción cuando les cuento que me llegó el momento de marcharme. Es un pequeño síntoma de que significo algo en sus vidas, aunque la estancia haya sido breve.

Ha sido también el tiempo del Sínodo, de entusiasmarnos juntos por la selva y comprometernos a luchar por ella. Islandia me ha enseñado a amar esta Amazonía “real” como parte de este pueblo. Deseo estar acá, permanecer acá y ser moldeado culturalmente con todas las consecuencias. Sobre las aguas del Yavarí, en este rincón tan peculiar, me reconozco auténticamente misionero y me atrevo a llamarme así ya sin recato, con todas las de la ley. He hecho lo que he podido y me voy con todo el peso, el orgullo y la alegría de ostentar este que es y será mi mejor y único “nombramiento”: misionero.




sábado, 14 de marzo de 2020

“¿ME DAS UN POCO DE TU AGUA?”


Infinidad de veces se repite esta escena: llegan a la casa varios niños, normalmente pequeñitos y en un día de calor sofocante. Apenas entreabren el portoncillo con un poco de roche. Alguno de los misioneros salimos a recibir la menuda comitiva. Y entonces uno de los críos, que no tiene por qué ser el más mayor, se adelanta y pregunta: “Herman@, ¿puedes darme un poco de tu agua?”.

Ante semejante petición solo cabe un sí, puesto que el Evangelio especifica que el cielo se gana solo con no negar un vaso de agua a los más pequeños (Mt 10, 42). ¿Pero por qué precisamente agua? ¿Por qué no algo de comer, puesto que sabemos que muchas veces vienen con hambre? En el equipo hemos conversado sobre ello, incluso ha sido tema de la oración mañanera. Visto desde nuestra selva pobre se comprende mejor.

El agua es la misma vida, acá lo saben desde que son bebés, porque nacen en el río. Es lo más esencial y lo que en cualquier casa tienen, y al mismo tiempo es algo no siempre fácil de conseguir. Agua para bañarse o para lavar hay por todas partes, pero agua para tomar no tanta. Tiene que estar limpia y ser apta para el consumo, no sirve cualquiera, y menos la que llega de la Municipalidad por el caño durante media hora al día; esa es agua tratada con cloro pero no se puede beber.

Para que en casa haya agua de tomar se requiere un previo, un cuidado. Se puede comprar y traer en esos enormes envases de 25 litros, pero nosotros, como mucha gente, la recogemos de la lluvia. Alguna de mis compañeras cierne con delicadeza esa agua que cae de las calaminas del tejado, para eliminar las impurezas más grandes; luego la mete en uno de los dos filtros de piedras que tenemos. Cuando sale de ahí, ya se puede beber sin miedo a diarreas, infecciones y demás calamidades.

En occidente nacemos abriendo el grifo, el agua sale instantáneamente y en cantidad y aprendemos pronto a despilfarrarla como una baratija. Acá es muy distinto: ninguna de las poblaciones de nuestro distrito dispone de agua potable. Es un tesoro que se procura con esmero, se guarda y se ofrece al visitante como lo más preciado, lo más puro y nutritivo, lo mejor que tengo para ti.

Dame de tu agua. La tuya, la que has preparado para ti. La que tú necesitas, buscas y logras para vivir. Compártela. No toda, solo “un poco”. Para que yo calme mi sed, para que me refresque… para que yo viva también. Como si compartieras conmigo un poquito de tu propia vida. Me hace recordar aquella canción:

Dame de tu pan
Dame de beber
Que tengo mi alma sedienta de ti
no hay nada que sacie mi sed…

Da la impresión de que en esa súplica a menudo hay algo más. Alguien decía el otro día que hay muchos niños que reclaman un instante de atención, que precisan solamente ser mirados. Es decir, ser considerados, sentirse importantes y valiosos, pasar a ocupar el centro aunque sea brevemente. Cuánto abandono habrá detrás. Cuánta sequedad de abrazos y cariños. Cuánta sed de ternura.

De modo que respondo: “Pues claro que sí”, busco un par de vasos y los voy llenando con una jarra o directamente de los filtros. Los niños beben por turno, sin agolparse, sin ansiedad, saben que habrá para todos y podrán tomar cuanto deseen. Me encantan esa discreción, ese candor, esa humildad. “¿Quieres más? – “Ahí nomás, hermano. Gracias”.

Y sigue una carrera en estampida.

domingo, 8 de marzo de 2020

UN CADÁVER EN EL PISO


Al llegar del río, Emilia me cuenta que ha muerto don Jacobo, “el abuelito”, esposo de Grimanesa, la viejita que siempre viene a misa los domingos con su nieta Florencia adolescente y algunos otros nietitos suyos más pequeños. Precisamente por echarla de menos en la iglesia, mis compañeras preguntaron y les dijeron que el abuelo se había puesto muy enfermo. De modo que un par de ellas fueron a visitarlo y lo encontraron realmente muy débil.

Se trata de una familia muy humilde.  En diciembre, en la semana de las promociones de la escuela y el colegio, nos preguntábamos cómo iba a hacer esta señora para afrontar todos los gastos de la celebración de su nieta, que está a su cargo: vestido, zapatos, comida para los invitados… La verdad es que es un escándalo la plata que la gente gasta en este rollo de la fiesta de promoción, a menudo los papás se endeudan, pero eso es otra historia.

El caso es que, pasados unos días, el yerno vino a nuestra casa para pedir que fuéramos a visitar a don Jacobo, pues estaba ya muy malito. Como solo se encontraban Emilia y Fatima (el resto íbamos de recorrido por el Yavarí), buscaron un bote -solo así se puede llegar a ese lugar con el río crecido-, y cuando se presentaron allí se encontraron con el cuadro de la fotografía.

El cuerpo muerto del viejito por tierra, cubierto con una sábana, en mitad de la única sala que tienen. Allí comen, cuelgan sus hamacas para dormir, allí conversan, reciben las visitas… allí viven. El cadáver junto a utensilios de cocina, botellas vacías, mochila de la escuela, zapatos, bolsas de plástico, montones de ropa… Las hermanas se quedaron impresionadas y Emilia pidió permiso para hacer una foto con el celular, ésta que tenemos acá. Disculpen la poca calidad de la imagen; me figuro que Emilia estaría temblando al sacarla.

Para mí es una instantánea de la miseria. Mi compañera escribe: “No había nada en la casa, solo pobreza, y su esposa y unas hijas y nietos sentados en el suelo llorando”. No había nada; ni sillas o bancas para sentarse, como en tantos hogares. Nada. Ni televisor, ni armarios, ni frigorífico, ni baño, ni mesa, ni lámpara, ni por descontado ataúd. Solamente tristeza y silencio sentados en el piso, donde está el fallecido.

Visto que era difícil asistir a un velorio en ese sitio, llevaron el cuerpo a donde una hija. Poco antes del entierro, el alcalde les envió un féretro para que pudieran trasladar a don Jacobo al cementerio de Benjamin Constant y sepultarlo. Es la beneficencia, un servicio que tiene la Municipalidad para situaciones así. Como Islandia se inunda, hay que ir a enterrarse a Brasil, hasta para eso estamos escasos.

Me impacta esta visión de la precariedad sin paliativos; siento rubor ante la cruda desnudez de la carencia, la pesada necesidad de tantas familias. Están abajo del todo. Pero ese es el lugar más universal, y por tanto también el mío. Que no lo olvide, tal vez así se me caigan algunas tonterías y tiquismiqueces de esas que se te suben sin darte cuenta, como los isangos*, y te hacen pensar y vivir como un niño rico.

* Un bichito bien fregao. Se puede ver en https://www.google.com/amp/s/elpais.com/sociedad/2012/03/07/actualidad/1331125705_804205.amp.html

martes, 3 de marzo de 2020

VISTAZO A VILLA MARÍA DEL TRIUNFO


Polvo, aglomeración, sequedad, pobreza, estrechez, precariedad, desorden… Todo eso y más te remonta el paladar cuando paseas por Villa María, una de las metástasis urbanas más grandes de Lima. Una invasión con las escaleras pintadas de colores donde la injusticia reverbera en un estruendo silencioso.

José Mari Rojo me espera en la curva del diablo (…). Mientras caminamos hacia la parroquia observo cómo los puestos ambulantes disputan la pista a los carros. Juan y José Mari son dos misioneros españoles, de esos de pura cepa; su vivienda es el coro del templo, una construcción ganada a la ladera del cerro. Conocí a José Mari cuando era director general del IEME: “Acepté el cargo con una condición: que sería solo por un período y que cuando terminase volvería al Perú”. Y así fue: cinco años después, y ya con 71 primaveras, eligió Villa María.

Este distrito es una especie de foto fija del centralismo peruano. Poblaciones enormes (cerca de medio millón de habitantes, casi tres veces nuestro Vicariato) formadas por gentes llegadas de la sierra, del sur pobre, atraídas por una vida mejor o, en la época de Sendero, simplemente en busca de paz. De hecho, el acento que más se escucha por estos lares es el ayacuchano, aunque Villa María es como una muestra de la variedad de lenguas, procedencias y culturas del Perú.

La gente saluda a Jose Mari al pasar. Juan está con los obreros que están construyendo una especie de centro pastoral junto a una de las capillas. Iglesias y terrenos heredados de los primeros misioneros, y ahora edificios que a su vez estos dejarán para que otros que vengan detrás los disfruten. Pienso en que la continuidad de la Iglesia de Jesús depende de la generosidad: gente que comparte (a menudo a distancia) y vidas que se entregan durante un tiempo y se marchan con las manos vacías.

Agarramos una combi para subir a la parte alta del barrio. A medida que ascendemos, igual que el aire se empobrece en oxígeno, las condiciones urbanas se deterioran: la pista se acaba y la tierra del camino se nos pega a la garganta, escasean el agua corriente, el desagüe y la energía eléctrica, las casitas se ven más provisionales, desaparecen casi las tiendas… Pero lo que más me impresionó fue el silencio; no se oía música, ni risas de niños. Como si la presencia humana no pudiera competir de momento con el vacío. “Por esta zona se instalan los últimos que van llegando”.

En la conversación ante las cervezas que preceden al almuerzo (porque hay aperitivo, ¿eh?), mis compañeros me ayudan a interpretar lo que he visto. Mientras que Villa el Salvador fue más o menos trazado y conserva un cierto orden y enormes extensiones de terreno libre (ver “Partidosde muerte” 19 de marzo de 2019), Villa María se fue configurando a medida que el aluvión de emigrantes se iba depositando, sin más criterios que la desesperación de los serranos y la codicia de los traficantes. Los Juegos Panamericanos tuvieron sedes en los dos conos, pero mientras Villa el Salvador ni se enteró, Villa María sufrió un caso de tráfico durante un año porque no hay ninguna posibilidad de desvíos…  Juan y Jose Mari apenas caben en su casa, como mucha gente acá.

Cuando llega la garúa, el ambiente se humedece hasta el extremo, y a veces baja la ladera un barro resbaladizo que aumenta el riesgo de esguinces de tobillo. Las distancias inmensas convierten las supuestas oportunidades en una falacia: la gente tiene que viajar dos horas en autobús o en tren eléctrico para ir a trabajar al centro de la cuidad, y otras dos para volver. Eso torpedea la vida familiar, el tiempo se estrecha como el espacio.

Pero hay dónde comprar fruta, incluso encontramos duraznos (melocotones), que ya ni me acordaba de cómo sabían. Las calles aledañas a la parroquia tienen un aire rural que me encanta. Aquí la gente habita y, o bien abre sus casas para vender, o saca un tenderete a la calle; es una especie de “gentrificación inversa”*, porque en el centro de Lima ya no vive nadie y todo son tiendas de franquicias. Además de una instantánea del gigantismo limeño, Villa María podría ser el negativo de la vida urbanita moderna anónima y homogeneizada.

Fue solo medio sábado, pero muy bien aprovechado, sí señor. En Villa María del Triunfo, al sur de la capital.


* Es un proceso de “vaciado” de espacios de centros urbanos que cobra especial relevancia en ciudades con importante potencial turístico y económico. Prolifera la construcción de centros comerciales o tiendas pertenecientes a grandes cadenas, relegando a los pequeños negocios. La gentrificación además se caracteriza por el desplazamiento de un estrato social por un estrato superior (ver en Wiki).