Polvo, aglomeración, sequedad, pobreza,
estrechez, precariedad, desorden… Todo eso y más te remonta el paladar cuando
paseas por Villa María, una de las metástasis
urbanas más grandes de Lima. Una invasión con las escaleras pintadas de
colores donde la injusticia reverbera en
un estruendo silencioso.
José Mari Rojo me espera en la curva del diablo (…). Mientras caminamos
hacia la parroquia observo cómo los puestos ambulantes disputan la pista a los
carros. Juan y José Mari son dos
misioneros españoles, de esos de pura cepa; su vivienda es el coro del templo,
una construcción ganada a la ladera del cerro. Conocí a José Mari cuando era
director general del IEME: “Acepté el
cargo con una condición: que sería solo por un período y que cuando terminase
volvería al Perú”. Y así fue: cinco años después, y ya con 71 primaveras,
eligió Villa María.
Este
distrito es una especie de foto fija del centralismo peruano. Poblaciones enormes (cerca de medio millón de habitantes, casi
tres veces nuestro Vicariato) formadas por gentes llegadas de la sierra, del
sur pobre, atraídas por una vida mejor o, en la época de Sendero, simplemente
en busca de paz. De hecho, el acento que más se escucha por estos lares es el
ayacuchano, aunque Villa María es como una muestra de la variedad de lenguas,
procedencias y culturas del Perú.
La gente saluda a Jose Mari al pasar. Juan
está con los obreros que están construyendo una especie de centro pastoral
junto a una de las capillas. Iglesias y terrenos heredados de los primeros
misioneros, y ahora edificios que a su vez estos dejarán para que otros que
vengan detrás los disfruten. Pienso en
que la continuidad de la Iglesia de Jesús depende de la generosidad: gente
que comparte (a menudo a distancia) y vidas que se entregan durante un tiempo y
se marchan con las manos vacías.
Agarramos una combi para subir a la parte
alta del barrio. A medida que ascendemos,
igual que el aire se empobrece en oxígeno, las condiciones urbanas se deterioran:
la pista se acaba y la tierra del camino se nos pega a la garganta, escasean el
agua corriente, el desagüe y la energía eléctrica, las casitas se ven más
provisionales, desaparecen casi las tiendas… Pero lo que más me impresionó fue
el silencio; no se oía música, ni risas de niños. Como si la presencia humana
no pudiera competir de momento con el vacío.
“Por esta zona se instalan los últimos que van llegando”.
En la conversación ante las cervezas que
preceden al almuerzo (porque hay aperitivo, ¿eh?), mis compañeros me ayudan a
interpretar lo que he visto. Mientras que Villa el Salvador fue más o menos
trazado y conserva un cierto orden y enormes extensiones de terreno libre (ver “Partidosde muerte” 19 de marzo de 2019), Villa María se fue configurando a
medida que el aluvión de emigrantes se iba depositando, sin más criterios que
la desesperación de los serranos y la codicia de los traficantes. Los
Juegos Panamericanos tuvieron sedes en los dos conos, pero mientras Villa el Salvador ni se enteró, Villa María
sufrió un caso de tráfico durante un año porque no hay ninguna posibilidad de
desvíos… Juan y Jose Mari apenas caben en su casa, como mucha gente acá.
Cuando llega la garúa, el ambiente se humedece hasta el extremo, y a veces baja la
ladera un barro resbaladizo que aumenta el riesgo de esguinces de tobillo. Las distancias inmensas convierten las
supuestas oportunidades en una falacia: la gente tiene que viajar dos horas
en autobús o en tren eléctrico para ir a trabajar al centro de la cuidad, y
otras dos para volver. Eso torpedea la vida familiar, el tiempo se estrecha
como el espacio.
Pero hay dónde comprar fruta, incluso
encontramos duraznos (melocotones), que ya ni me acordaba de cómo sabían. Las calles aledañas a la parroquia tienen
un aire rural que me encanta. Aquí la gente habita y, o bien abre sus casas
para vender, o saca un tenderete a la calle; es una especie de “gentrificación
inversa”*, porque en el centro de Lima ya no vive nadie y todo son tiendas de
franquicias. Además de una instantánea del gigantismo limeño, Villa María
podría ser el negativo de la vida urbanita moderna anónima y homogeneizada.
Fue solo medio sábado, pero muy bien
aprovechado, sí señor. En Villa María del Triunfo, al sur de la capital.
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