Al venirme al Perú
pensé que me había librado de hacer obras, ya no haría falta poner tejados
nuevos de iglesias ni nada semejante. Muy
equivocado estaba, porque hay una cláusula en el contrato de los misioneros
que incluye el ser “obreros” más de dos veces. Señor, qué pesadilla.
En Indiana me esperaba la
reparación de la maloka, hacer una nueva sala para la parroquia, y de yapa la total reforma de la cocina, el
comedor y todo su entorno. Vamos por partes. Como la casa es la sede del
Vicariato y el escenario de los encuentros y convivencias, está preparada para
albergar a unas 100 personas. El lugar
de las asambleas, donde trabajamos, dialogamos, hacemos plenarios, etc. es la
maloka, una gran estructura de madera cubierta por un techo de hoja de irapay, un ambiente fresco, ventilado y
muy hermoso.
Las hojas se encargan a cuadrillas
de hombres que van a sacarlas del centro
(selva adentro), y luego las tejen formando paños, que son como tiras de hojas
que se van acomodando solapadas unas
sobre otras para que ni el sol ni el agua de la lluvia las penetre. Esa
techumbre va dispuesta sobre un armazón de madera: shungos y palos de remocaspi.
Como acá no hay grúas, los operarios comienzan su faena construyendo un
espectacular andamio de bambú totalmente artesanal, y allí se encaraman para ir
reemplazando los maderos podridos o carcomidos y distribuyendo los paños de
hoja. Es increíble cómo trabajan:
La cocina, vieja y
destartalada, se había convertido en la guarida de ejércitos de cucarachas.
Tabiques se han tumbado acá y levantado allá, se ha cambiado el piso,
acondicionado nuevos almacenes de alimentos y de limpieza, adquirido muebles, etc.
Son las religiosas, mis compañeras del equipo, las que llevan el peso de todo
esto, y no es fácil: las compras hay que
hacerlas en Iquitos (en eso nos ayuda la oficina central del Vicariato),
embarcar los pedidos (cemento, mayólica, varillas, clavos, pintura…) en el bote
de carga o el rápido, recibirlos en el puerto de acá y hacerlas traer a la
misión en motocar, motofurgón o a
mano por chaucheros. Se gasta una
fortuna en transporte. La cocina va quedando así:
Otra odisea es remunerar a los trabajadores. En
Indiana no hay banco, de
modo que el dinero se transfiere desde la oficina de Iquitos a una señora que
tiene varias cuentas y se dedica a recibir y facilitar plata en efectivo
cobrando su comisión. Se suele pagar por semanas.
Luego están las inevitables molestias que acompañan a
las obras: ruido (con la motosierra
machacando a todas horas), la casa llena de materiales de construcción,
suciedad por todas partes, acabados que no quedan como uno quiere apenas dejas
de estar atento, momentos en que salimos todos y quién se queda con los
albañiles… Y cuando concluye una fase, o
se gasta una ayuda, toca rendir cuentas: de nuevo a redactar informe narrativo,
descripción, fotos, histórico, etc. A eso se le adjunta la parte financiera que
menos mal que la hacen en la oficina.
En fin, qué voy a contar:
es necesario, te alegras al ver todo nuevito y arregladito y bla bla bla, pero la
cruda realidad es que comenzamos en
abril pasado y no hay cuándo se termine. Diosito. Casi prefiero los
tejados.