No pude participar en el almuerzo navideño de los trabajadores y
misioneros de Punchana, la sede administrativa del Vicariato, porque la locura
de la agenda de diciembre lo impidió. Debido a eso, se postergó una parte de
las actividades que estaban previstas para aquella fecha al lunes pasado, 3 de
enero, y eso me brindó la oportunidad de iniciar
el año con una jornada original y disfrutona.
Agarramos bártulos (parlante, sillas, plumones, papel, agua,
piqueos…) y nos subimos a uno de esos viejos colectivos cuadrados que recorren
Iquitos -parece que retrocedes en el tiempo a los años 70- que nos llevó a un
lugar llamado Tagaste, en el kilómetro 3.5
de la carretera Iquitos-Nauta, un recinto para retiros y encuentros que,
como su nombre indica, pertenece a los agustinos.
Anna, la ecónoma del Vicariato, siempre intenta promover un ambiente positivo en la oficina, las
buenas relaciones, la ayuda mutua, que se vaya formando un verdadero equipo.
Para ello es clave tratarse más allá del escenario de trabajo, saber
valorar al otro, sembrar afinidades y remar para que la comunicación fluya, con
asertividad y aprecio mutuo. Se trataba de dedicar la mañana a cuidar esas
dimensiones tantas veces esquivadas o ignoradas.
Contábamos con la inestimable ayuda de Griseda, Pina y Sole, las
hermanas de Tamshiyacu, ya expertas en los procesos y metodologías del taller
ES.PE.RE., que prepararon esmeradamente una batería de dinámicas y juegos muy
agradables, ligeros y efectivos. Así que cantamos,
dibujamos, bailamos (“soy una taza… una tetera…”), reventamos globos, comimos chifles
y por supuesto reímos. Y mucho, con abundantes carcajadas que a mí me
sirvieron de desatascador emocional, y cuánto lo agradecí.
A pesar de haber hecho ya varias veces la técnica de las
cualidades, siempre te asalta la expectativa salpicada de inquietud (“¿qué me
pondrán?”) y siempre hallas sorpresa y satisfacción. No tanto porque lo que
escriben tus compañeros en la hoja pegada a tu espalda no sea verdad, sino por
lo que se resalta y lo que captas de cómo ellos te perciben. Procuré ser
espléndido con todos, y recibí realmente
el ciento por uno en rasgos que no tanto habría yo destacado de mí mismo.
No hubo diálogo en “grupiños”, no fueron necesarias confidencias,
pero sí se requirió que nos relajásemos, que nos abriésemos y que nos diésemos
en cierta medida. Los momentos de convivencia espontánea son excelentes para
conocerse: un partido de vóley en el
gras, un chapuzón en la piscina, competir en los juegos de mesa… no hay nada
como divertirse juntos para conectar, qué bien nos hizo.
Shanti pegaba unos saques bestias,
la pelota caía como desde la estratosfera y no había quien la pillase; el agua
de la piscina estaba rica pero yo notaba cómo el sol de las dos de la tarde me
iba achicharrando a pesar de embadurnarme con bloqueador; había refresco,
gaseosa y varias marcas de galletas. En resumidas cuentas, un paraíso en mitad
de las veraniegas vacaciones de Navidad.
Pero, de todo lo de ese día, que fue especial, me quedo con el
momento de la foto. Pidieron voluntarios (creo que diez), nos sentaron en
círculo de lado pero muy juntos, con la rodilla izquierda tocando el poto del
vecino; luego nos pidieron tumbarnos y dejarnos caer con todo el peso sobre el
de detrás; y cuando nos acomodaron bonito… ¡fueron
retirando las sillas donde estábamos sentados! Increíblemente no nos caímos.
Cada cual
estaba apoyado sobre la debilidad de su compañero; una suma de pequeñeces
entregadas con generosidad resulta ser un sólido tejido de resiliencia,
solidaridad y confianza. Eso somos, aunque nos escabullamos por
pereza o respeto humano. Lo pude sentir más allá del mero pensamiento, y unas
cuantas hebras de la energía que soy se recolocaron y reconectaron. Así comenzó 2022; ojalá sea un presagio de
mejoras, ilusión y vida plena.
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