Es lo que tiene, entre otras cosas, pasar de los cincuenta:
comienza uno a contabilizar aniversarios y a sentir que la vida fluye
demasiado deprisa, con una mezcla de asombro y agradecimiento por todo lo vivido.
En mi caso, parece que los años terminados en 4 son especiales o marcan hitos.
Era 1994 cuando fui a Togo por primera vez. Hace ahora 30
años, yo tenía 24. Aquel encuentro con África supuso un impacto que me cambió
para siempre. Conocer a José Antonio Rodríguez Bejerano, Antonio Herrera,
tantas personas, probar al menos un poco lo que significa la misión… Fue una
experiencia que forjó mi vocación. Hasta hoy.
En 2004, después de dos años y medio de discernimiento,
replanteamientos, parones, idas y venidas… consideré que la decisión correcta
era por la vida diocesana. Había la oportunidad de disponer de un mes completo,
de modo que agarré la mochila y me fui a hacer el Camino de Santiago.
Enterito, desde Roncesvalles; salí un 30 de abril con nieve y llegué el día
de mi 34 cumpleaños en la mañanita.
El Camino es un trasunto de la peripecia existencial de
cada uno, y claro, hubo de todo: soledad y encuentro pacífico conmigo
mismo, esfuerzo, descubrimiento de paisajes geográficos e interiores, esperanza,
conocimiento de otros caminantes, amistad, enfermedad, compañerismo, el gozo de
ser ayudado y sostenido, ampollas, retos, humildad; y retazos de Dios por todas
partes, sencillo, cercano, entrañable.
En cada parada buscaba la parroquia o una Iglesia para participar
en la Eucaristía, porque el Camino fue un reencuentro y una celebración de mi
sacerdocio. Los curas que hallé me acogieron siempre muy bien; algunos
directamente me dejaron encargado de la misa y se fueron. Otros me invitaron a
cenar. En San Juan de Ortega había una reunión arciprestal: me pusieron dos
huevos fritos con chorizo y papas y me uní a su partida de cartas.
En el transcurso de tantos días te vas haciendo con un
grupo de amigos. Se establece una complicidad única. En Villadangos, pasado
León, me dio una gastroenteritis: fiebre, vómitos… No dormí nada y me levanté
hecho mazamorra; todos se fueron, pero mi amigo argentino permaneció conmigo: “Vamos
hasta San Martín, 5 kilómetros, y si no puedes, ahí nos quedamos”. Y así me
fue animando en cada etapa, hasta que alcanzamos Astorga, que era lo programado
(28 km). Se llama Santiago Palumbo, recorrimos ya juntos todo el trecho restante (con
subida a O Cebreiro incluida, sin mochilas), y hasta hoy continúa la amistad.
Él ha regresado hace unos días y ha completado el tramo portugués (suya es la
foto) para conmemorar aquella vivencia, ¡qué envidia!
Por supuesto que llegamos juntos a Santiago, y pronto nos reunimos
con el resto del grupo. Después de abrazar al Apóstol y recoger la Compostela,
fui a confesarme. El Camino supuso darme el perdón por los traspiés, los
errores y los daños, y cerrar una etapa de mi vida; perdonarme a mí mismo,
porque Diosito es como una tarifa plana de cariño y comprensión.
Fui a concelebrar la misa del peregrino; cuando mis
compañeros me vieron avanzar por la nave con las mismas sandalias de cada día en
la procesión de entrada, todos llorábamos de emoción. Yo era como su
representante en ese momento cargado de sentimientos y significados. Incluso
me tocó leer el Evangelio y hacer una parte de la plegaria, porque casi ningún
cura hablaba español aquel 30 de mayo. Qué regalo.
Como había dejado en casa el celular, fui a una cabina de
monedas a llamar a casa. Mi mamá me dijo: “José Antonio Salguero está
preguntando por ti hace varios días, llámale”. En efecto: - “El
obispo don Antonio Montero quiere conversar contigo el martes a las 10 de la
mañana”. – “Pero si hoy es sábado y mi viaje de regreso a Mérida es mañana en la noche, llego el lunes de madrugada”. – “Te da
tiempo, así que agila”. Wow.
(Continúa en la siguiente entrada)