Me apetece escribir apenas unas horas
después de haber sufrido en la oscuridad de la noche un seísmo de magnitud 8. Agradezco y valoro aún más las felicitaciones
y saludos que recibiré por mi cumpleaños después de un minuto y medio aterrador…
Casi da vértigo pensar la cantidad de personas que se sienten, de una u otra
forma, parte de mi vida. Que, como toda vida, es frágil, precaria y
provisional.
Es cierto que 49 años no es poco. Cada vez
que regreso de un recorrido por el río veo menos pelos en mi cabeza y más canas
en mi barba, como en un misterioso proceso combinado de transmigración y
blanqueo. El tiempo que llevo conmigo
mismo me sirve de disco duro de conocimiento personal y biblioteca de experiencias;
ni siquiera era el primer terremoto, ya pasé por eso (ver "Qué noche la de aquel día" – 14 de septiembre de 2016) y con ese recuerdo me balanceaba junto
con la casa y el puente, en una extraña mezcla de certeza y miedo.
Ya sabemos, más o menos, de qué va esto de
vivir. Soy más consciente pero no estoy cansado. Vamos por la mitad y
reconocemos las señales, pero eso no liquida la sorpresa. Las cosas que
deseaba, tamizadas por la raíz cuadrada del realismo, creo que me las han regalado
y/o las he logrado, y al mismo tiempo me doy cuenta de que a esta edad transitamos por un pico de capacidades, rendimiento y
posibilidades de mejora y progresión. Como una embarcación a vela clase
49er.
“Diseñado
en 1995, el 49er es un skiff de alto rendimiento y doble trapecio que fue
introducido en los Juegos de Sydney 2000. De 4,99 metros de eslora y 125 kg. Tiene
una vela mayor, un foque y un spinnaker asimétrico. Los dos tripulantes
gobiernan y estabilizan la nave desde los trapecios y ambos controlan las
velas. El barco tiene además alas y botalón retráctiles. La alta velocidad le da espectacularidad a las competiciones dónde no
es raro verlo volcar cuando sube el viento”.
Los de 1970 somos todavía ligeros y veloces (los hay que corren hasta medias maratones), sabemos cuándo sacar el spinnaker y cómo enfrentar el oleaje contrario. Combinamos agilidad y entereza, y ya nos hemos volcado tantas veces por los fuertes vientos que hemos convertido la necesidad de levantarnos en un arte más que en una virtud. No necesitamos ganar la medalla de oro porque nos estimula la aventura de competir, que es siempre una oportunidad efímera y gloriosa en sí misma.
Los de 1970 somos todavía ligeros y veloces (los hay que corren hasta medias maratones), sabemos cuándo sacar el spinnaker y cómo enfrentar el oleaje contrario. Combinamos agilidad y entereza, y ya nos hemos volcado tantas veces por los fuertes vientos que hemos convertido la necesidad de levantarnos en un arte más que en una virtud. No necesitamos ganar la medalla de oro porque nos estimula la aventura de competir, que es siempre una oportunidad efímera y gloriosa en sí misma.
A esta altura de los cuarentaytantos, confiamos en nuestras posibilidades y tenemos
nuestro público. Hemos aceptado las carreras perdidas y nos hemos reconciliado
con nuestras cicatrices. Somos espectaculares. Con cantidad que aportar y más
que aprender. Así amanezco hoy: contento
en mi velero y con todas las ilusiones desplegadas. Como alguien me escribió: “el
epicentro de tu corazón sigue vivo”.
Gracias
por haber compartido algún trecho del camino o de la navegación. Porque siempre
hay dos tripulantes en esta singladura: tú y yo. Esta
chalupa olímpica no la puede manejar uno solito, todo se tambalea pavorosamente,
cada diez minutos la tierra se hunde y las seguridades amenazan con
derrumbarse. Hace falta tu mano para estabilizar. Gracias.
A ver qué pasa hoy. ¿Habrá torta? Espero
que sea de chocolate. Y regalos. Mejor que bailar, porque, como les dije el
domingo a los de la misa, yo solamente bailo casi cuando hay temblor.