Entre recorridos y viajes, idas y venidas, el campamento base está en Islandia. Y los días que pasamos acá adoptan una serie de mecanismos y costumbres, como es normal en el ser humano y hasta necesario en especímenes con algo de maniático como el que escribe.
El despertador suena a las 4:30 o 4:45 de la madrugada. No se asusten porque amanece en torno a las 6, de modo que no es tan temprano. A esas horas no hay electricidad, así que enciendo un par de focos recargables y, en medio del silencio y del frescor (hoy, por ejemplo, 25 grados), disfruto de un rato de gratuidad y ronroneo con Diosito lindo. Me encanta ese espacio de calma y quietud, que prácticamente no volverá en toda la jornada.
Ojeo la prensa (por internet, claro), me calzo las
zapatillas y me voy a dar un paseo mañanero. Como solo se puede caminar por los
puentes, el pueblo se acaba enseguida,
así que le doy un par de vueltas completas y un tirabuzón, 45-50 minutos en total. Echo de menos mis caminatas por
los Valles, aquellas cuestas, el frío seco de la dehesa mezclado con los rayos
del sol en tu rostro, eso sí que era un ejercicio completo… Acá el calor y el
poco espacio te dejan poco margen para moverte y estar en forma, pero menos da
una piedra, ¿no?
Ducha y a la oración del equipo, son ya las 7 am.
Desayunamos y a veces el sol de las 8 es tan bravo que hay que
pensárselo antes de salir de casa, pero es mejor a estas horas que en la tarde,
por lo tanto uno va a diferentes encargos, visitas, compras o gestiones. No
tenemos lavadora (gastaríamos un montón de agua…), así que cada cual lava su
ropa y la tiende, mis calzoncillos junto a la puerta del cuarto. Los días de calor fuerte las prendas más
que secarse se tuestan.
La cocina es por turno, a cada cual le toca un día, pero esa
historia mejor la cuento en otra ocasión. En Brasil almuerzan tempranito, de
modo que antes de las 12 ya estamos ejercitando las muelas. Lavamos los
cacharros y a la siesta. El sol gira a mediodía y se orienta hacia el frente de
mi departamento, así que cierro puerta
y ventanas y me refugio en el dormitorio, pero me tumbo en la hamaca (en la
cama a esas horas te sancochas) y
duermo si es que la onza me deja.
Desde la 1 ya no hay luz de nuevo. Cuando me levanto, ese
rato de lentitud obligada por el calor lo empleo en leer o estudiar algo. Tengo que esperar hasta las 4:30 o así para
ponerme a trabajar con la computadora, porque si no, se baja la batería antes
de que vuelva la corriente y me quedo colgao.
A partir de las 6, cuando está anocheciendo, es hora de la ducha de la tarde,
de una reunión o de la Eucaristía. Si andas por los puentes a esas horas ves a
la gente fuera de casa, paseando, jugando al vóley, conversando, conviviendo.
En la noche suelo mirar un rato la tele comiendo algo,
o aprovecho para escribir o trabajar un poco. Y antes de ir a dormir preparo un
café que guardo en un termo para tomarlo a la mañana siguiente al despertar.
Así más menos transcurren los días en esta Venecia amazónica, el escenario de
una misión tan compleja como ilusionante. Nada
extraordinario, ¿verdad? Rutinas nomás.