Estoy seguro de que si Emilia hubiera podido elegir las
circunstancias de su muerte, habría escogido justo lo que ocurrió: falleció en la misión, es decir, todavía útil
y trabajando, y de manera rápida, sin dar
castigo ni ocasionar a nadie molestias por tener que asistirla. Quizás
hasta habláramos de ello alguna vez. Pero eso no nos ahorra ni una sola lágrima
a quienes tuvimos la fortuna de conocerla.
Conocerla, y vivir y misionar
con ella, porque Emilia y yo estuvimos juntos
en el equipo de Islandia los tres años que pasé allí. Precisamente escribo
esto a bordo del ferry, durante mi viaje de regreso de Santa Rosa e Islandia,
donde esta semana he acompañado la fiesta del Señor de los Milagros y celebrado
la Confirmación respectivamente. Ha sido una visita extraña y triste, con
noticias confusas acerca de las dificultades para dar sepultura al cuerpo de
Emilia en Ecuador, donde vivía, problemas que han continuado hasta hoy 5 de noviembre, cuando finalmente ha sido enterrada casi dos semanas después.
De modo que Emilia ya reposa, y sus restos forman parte para
siempre de la tierra ecuatoriana de Roca Fuerte, Vicariato de Esmeraldas, junto
al mar. No podía ser de otra manera, porque ella fue una misionera de raza, de pura sangre, y ha entregado su vida
hasta el último aliento donde Diosito la quiso enviar, en su misión, junto a
los más humildes.
Nuestra querida casa de Islandia estaba estos días como
transida de su presencia. Mi gata Chacha, que luego fue de Emilia, pasó el
sábado 23 muy inquieta, extrañamente nerviosa, acaso sintiendo en la distancia
el adiós de su dueña, que aconteció aquella tarde. La gente de la comunidad no quería creer la noticia, menos de un año
después de darle las gracias y despedirla rumbo a su próximo destino (Ver "El deseo de lo ya vivido" - 3 de noviembre de 2020). La hemos recordado y hemos orado por ella como si
transitáramos por una fea pesadilla.
Y hemos contado anécdotas con la voz ronca por la emoción.
Recuerdo uno de las primeros recorridos por el Yavarí, en Dos de Mayo, una
comunidad donde el salto del bote a tierra es medio complicadito por el
desnivel y el barro; cuando Emilia, que tenía en aquel momento casi 70 años, intentó
asir la mano que yo le tendía, resbaló y
se cayó al río de pie, toda vertical y con su mano en alto, así que, en un
movimiento reflejo, la agarré y la jalé
rapidísimo hacia arriba para sacarla del agua. Salió mojada hasta la
cintura y riendo.
Ella jugó un precioso papel en aquella comunidad religiosa
intercongregacional naciente y en aquel equipo insólitamente variado que ellas
formaban conmigo: era la serenidad, el
ancla, la voz de la experiencia, la ponderación, el consejo oportuno, la
sensatez. Cuántas veces, con una seña, me invitaba a salir a dar un paseo
para conversar sobre algún asunto, ponerme sobre aviso o sugerirme, siempre con
delicadeza, sabiduría y una paciencia adornada de sentido del humor
genuinamente misionera.
Siempre me dio mucha seguridad en mis primeros pasos en la
selva, y de ella aprendí cada día. Porque, a
pesar de su edad y sus limitaciones físicas, era una cátedra viviente de vida
misionera, de entusiasmo, de mística, de generosidad y de amor. Emilia siempre
quería salir a las comunidades, hasta que debió modular su ritmo porque sus
fuerzas le fallaban; incluso se empeñó en llegar hasta el lugar más lejano y
más pobre, Nueva Esperanza en el remoto Mirim, un viaje inolvidable que tuve el
privilegio de compartir con ella.
Jamás escuché a Emilia quejarse o rezongar, ya hubiera lluvia, zancudos, pan con pan para cenar, calor,
ruido tremendo de los israelitas o tos seca. Reclamaba, como todos, pero lo soportaba con deportividad y nada le
impidió realizar su misión, a su manera y siempre a manos llenas. Y sé yo
que le gustaban mucho las galletas, como a mí.
A veces comentamos eso tan romántico de permanecer hasta el
último día en la misión, y cómo los misioneros mayorcitos plantean el reto de
atenderlos con eficacia y cariño cuando son ya dependientes. Se me ocurre ahora
que morir con las botas puestas, en la brecha, es un honor reservado a los
mejores, un premio con el que Dios distingue a los misioneros de pura cepa.
Querida Emilia, tú sin duda, lo has merecido.
Descansa ahora en la eternidad y por favor cuídanos.
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