Hace un par de entradas comentaba la
sorpresa que me llevé al conocer la
asociación OEPIAP (Organización de Estudiantes de los Pueblos Indígenas de la
Amazonía Peruana) en Iquitos. Fue por casualidad: uno de los muchachos,
awajún él, conocía a una de las compañeras del equipo itinerante varadas por la pandemia, y la visitó.
Almorzamos juntos y a medida que Darío contaba, mis ojos se abrían como platos.
Son
universitarios, todos indígenas que desean serlo. Los
hay boras, shawis, achuar, kukamas, wampis, kichwas, matsés, tikunas, murui,
secoyas… De rasgos amazónicos, el sol y la lluvia en su mirada. Llegados de
todos los puntos de la selva peruana a la gran ciudad para estudiar y labrarse
un futuro; chicos de ribera, humildes
pero listos y con determinación.
Su organización tiene un acuerdo a cuatro
bandas con el gobierno regional, la UNAP (Universidad Nacional de la Amazonía
Peruana) y AIDESEP (Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana,
sus mayores), vaya tela con las siglas. “Pero
no se cumple” – continuaba. Deberían
tener su terreno y sus instalaciones, y de hecho el anterior gobierno le
concedió uno… que estaba calificado como zona deportiva, y en cuanto el presidente cambió se lo jalaron a pesar de que habían
construido una sala de informática.
“¿Y
dónde están ahora?”. “La mayoría estamos en un hotel propiedad de un señor
chino que el gobierno ha alquilado durante la pandemia, pero no cabemos. Unos
veinte están por la ciudad en cuartos. Cuando desee, nos visita”. Dicho y hecho. Una tarde antes del toque de queda me escapé por el
distrito de San Juan. El hotel desde fuera es pituco y tiene hasta piscina
vacía. Sentados a una mesa, la junta directiva de OEPIAP me fue desgranando sus
clamores: además del alojamiento, la
región les da su manutención, pero los alimentos llegan escasos y tarde. Están
cansados de comer arroz y casi ni se acuerdan de las verduras y la fruta.
Mientras conversábamos, miraba por encima
de sus cabezas y veía a un par de chicas salir de un pabellón, otro grupo allí
al fondo, todos sonrientes y muy jóvenes. Muchos estudian en la UNAP, que les
apoya con parte del coste de la matrícula, otros no, y todos tienen la torre
encima: “Se van a reanudar las clases cuando termine la cuarentena, pero van a
ser virtuales. Casi ninguno de nosotros tiene computadora, ¿qué vamos a hacer?”. Muchos no tienen para su movilidad, su jabón…
y los hay que renunciaron porque sus papás no pueden ya enviarles nada, las
economías familiares despojadas hasta el extremo por el virus.
Pero lo que más me impactó fue cómo viven,
se organizan, limpian… solitos. “¿No hay
ningún adulto con ustedes, como asesor o cuidador?”. No. Es impresionante. Una especie de residencia de estudiantes
manejada por los mismos jóvenes, con sus reglas, a su manera, sin la
intervención de los mayores; los dormitorios separados por sexos, los roles
de tareas domésticas, los horarios y las sanciones. Me quedé a cuadros, la
verdad.
No puedo negar que los muchachos me cayeron
de la patada, y que mi viejo gen se
activó. ¿Cómo es posible que estos huambros estén acá, botados sin nadie
que les acompañe? ¿Qué ocurre cuando se desesperan, se deprimen, pasan hambre,
se enamoran, se desengañan…? ¿Quién les aconseja en trances de rotura de
ilusiones o golpes crueles de la vida? ¿Quién les anima cuando se pierden o se
cansan, quién les orienta? Nadies.
Esa es la realidad.
Se les manda el dinero de la carrera solidaria que los chivolos de acá les dejó encerrados el corona.
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