Llegó el 1 de julio y, 107 días después, se acabó. Al menos por el momento. El virus no se ha ido, está en cada árbol y en cada esquina, pero ahora toca salir a bailar con él.
“Solo” han sido tres meses y medio, pero parece
que ha pasado una vida. Dos meses los pasé en Indiana, al principio con el
sobresalto del positivo de mi obispo y el
brete de verme convertido en la autoridad de la noche a la mañana, vicario
general recién estrenado, teniendo que tomar decisiones sobre comunicados de
prensa y coordinando asuntos con provinciales, directores y hasta con el
nuncio. Más tarde, en abril, una época de calma tensa, tedio y rutinas para
llenar el tiempo, hasta que se anunció el primer caso en Loreto, justo en
Indiana, a dos cuadras de mi casa.
A partir de ahí, unas semanas de intenso
trabajo con las autoridades distritales, la llegada de las primeras ayudas
gestionadas muy velozmente por el Vicariato, y finalmente, los primeros diez
días de mayo, el recorrido por las comunidades de mi nuevo puesto de misión
para alertar, informar, sensibilizar, aconsejar. Al regreso de este viaje inolvidable se desencadenó la vorágine: el
aumento exponencial de casos positivos, la avalancha de peticiones de auxilio y
la creación de la comisión vicarial de gestión de la crisis. Ahí comenzó la
segunda parte de mi cuarentena.
De modo que me vine a Iquitos, a nuestra
sede de Punchana, desde donde escribo hoy.
A partir de mediados de mayo hasta la semana pasada, literalmente no hemos
parado. Confieso que me siento física y mentalmente agotado, triste por lo
que sigue ocurriendo y al mismo tiempo satisfecho con el trabajo que hemos
realizado hasta ahora. He recordado mucho aquella oración: “Yo hago buenamente lo que puedo / lo demás lo hace el Señor, que lo
puede todo…”.
Dentro
de un rato pienso ir a la calle, pero la verdad es que no siento ninguna
emoción especial. He tenido que salir muchas veces
a lo largo de este último tiempo: al aeropuerto, a la agencia a recoger cajas,
a la parroquia a por el carro, al puerto. Los trabajadores de la oficina del
Vicariato van llegando y tampoco se registran carcajadas ni efusiones. Les
pregunto por sus familiares, algunos han muerto. No es día de festejar nada
hoy.
Veo algunas anotaciones que hice durante estos
107 días de encierro. No somos todopoderosos al dominar la naturaleza (vaya
descubrimiento, ¿no? Me recuerda a Mastropiero: “fundó Caracas… y acertó a fundarla en el mismo centro de Caracas”);
la necesidad de relativizar nuestras programaciones, de ensayar vivir sin tener todo tan controlado y planificado; la
pandemia ha puesto en evidencia la precariedad de la gente, la injusticia
estructural de este país… Casi por primera vez en mi vida, he sentido que yo
también corro un peligro real de morir… En fin.
Guardé una preciosa canción de Rozalén que
me pasó Sonia Fernández, y que dice así:
Cuando salga de esta iré
corriendo a buscarte / Te diré con los ojos lo mucho que te echo de menos
Guardaré en un tarrito todos los abrazos, los besos / Para cuando se amarre en el alma la pena y el miedo
…
Guardaré en un tarrito todos los abrazos, los besos / Para cuando se amarre en el alma la pena y el miedo
…
Somos
aves enjauladas / Con tantas ganas de volar
Que olvidamos que en este remanso /También se ve la vida pasar
Que olvidamos que en este remanso /También se ve la vida pasar
No noto tantas ansias por volar, pero sí
echo de menos alguien cerca para ir corriendo a abrazar y sentirme protegido. De todos los aprendizajes, el más cierto y
doloroso es lo frágiles que somos, lo frágil que soy. Aunque también creo
que medio aprendí el día de mi 50 cumpleaños a salir a bailar sin sensación de
ridículo (claro que no recuerdo haber tomado más pisco sour jamás, y eso
también cuenta). Ojalá me sirva para danzar con el virus.
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