Necesitamos médicos en Santa Clotilde. Tenemos en total tres para un hospital y trece
establecimientos rurales de salud con una población total de más de 20.000 habitantes a lo largo de 500
kilómetros entre los ríos Napo y Curaray. En una pandemia tan destructiva como
ésta, es como intentar parar un tren de alta velocidad con un cojín de dormir
la siesta.
Una cifra raquítica y ridícula ya en la era pre-coronavirus. ¿Cómo
es posible que en un territorio tan enorme haya tan poco personal? La red sanitaria
del Napo la gestiona el Vicariato hace años en convenio con la Dirección
Regional de Salud de Loreto (DIRESA). Un convenio que especifica que corresponde
a la DIRESA “realizar los contratos y la asignación del personal” (artículo
2.4). Un convenio que la administración tradicionalmente
no cumple a cabalidad.
En estos momentos la
micro-red tiene 77 trabajadores, cuando según el convenio debería tener 112;
el virus la pilló con 35 profesionales menos, un número muy respetable cuando
todos los brazos son pocos. De entre las carencias, la más lacerante es la de
los médicos. Y en mayo estábamos peor: solo teníamos dos médicas y una de ellas
apunto de renunciar, como hizo, agotada, después de trabajar meses a todas
horas, sin posibilidad de turnos y con un contrato eventual en que le pagaban
poco y tarde.
Desesperados, llamamos al Director Regional de Salud y no
paramos hasta que vino a la casa a conversar con el obispo. En aquella
conversación nos prometió tres médicos más,
adicionales a las dos que ya teníamos. “Algo es algo” –suspiramos más aliviados,
“tendremos cinco médicos” (es triste valorar como una conquista extraordinaria
lo que simplemente te corresponde por ley). ¿Qué ocurrió después? Que pasaron
muchos días con esas plazas ofertadas… y silencio. Nadies venía a postular a
esos contratos.
Por esas fechas (fiesta de San Juan) comencé a patearme las
oficinas de DIRESA para reclamar, recordar compromisos, ingresar documentos,
pelear por pagos atrasados… La administradora me atendió muy amablemente y me
mostró en su computadora el presupuesto dispuesto por el Director, pero “padrecito, es que los médicos no quieren
venir, muchas plazas quedan vacantes en Loreto”. Normal: son contratos
CAS-COVID por tres meses, y luego ya no se sabe; además no computan a la hora
de acceder al “nombramiento” (plaza de por vida). ¿Quién va a dejar otro trabajo o simplemente viajar hasta el confín de la
selva, con calor y mosquitos, con esas condiciones?
Tres semanas después, la médica que teníamos accedió a esta
modalidad de contratación y dos nuevos doctores felizmente sí quisieron, de
modo que hemos pasado de dos a tres. Profesionales que deberían ser estables en
el hospital, con contratos largos, pagados con los recursos financieros ordinarios
de DIRESA. Pero no: son contratados únicamente por tres meses, con un dinero puntual
que llega del Estado a causa de la emergencia sanitaria, y que deberían sumarse
al personal habitual. Conclusión: la
DIRESA no tiene plata. Lo que maneja hoy día es a causa del coronavirus.
¿Dónde están los fondos públicos para la salud de nuestra región?
Seguramente perdidos en los recovecos de ese laberinto
administrativo que, a base de horas, estoy comenzando a descifrar. El COVID desnuda
la realidad de la desatención estructural de la salud en nuestro territorio,
especialmente en las zonas más alejadas y vulnerables. El sistema está torcido. La corrupción es tan profunda, de una magnitud tal, que el Estado se ve
atado de pies y manos, el dinero se queda en bolsillos intermedios, se ofrecen
contratos chuecos, no hay médicos ni los habrá.
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