Qué ganas tenía de escribirlo con todas las letras: he participado en el 50 curso de teología con Gustavo Gutiérrez, organizado por el Instituto Bartolomé de las Casas, en Lima. Ha sido una experiencia redonda, como todas las anteriores, porque es ya el quinto año que disfruto de este espacio, y se ha convertido en una de las claves de mi proceso personal de llegada al Perú.
Lo he contado otras veces, casi todos los meses de febrero desde 2016, si revisan mi blog. Pero siempre escribiendo con cautela, utilizando eufemismos como “encuentro de reflexión” o “encuentro teológico”. Y es que los organizadores se pensaron si aceptarme en el grupo, porque ¿y si yo ponía algo en Religión Digital y les causaba problemas? (Menos mal que Antonio Sáenz me “recomendó”, ¡gracias!). Tal fue el clima contrario a la teología de la liberación que se vivió en Lima durante los últimos veinte años.
Espionaje eclesiástico, suspensiones, prohibiciones de enseñar, vetos… Hasta el punto de que el curso de teología, que llevaba celebrándose desde 1971, tuvo que “exiliarse” a Chaclacayo, diócesis de Chosica, y allí fue donde yo lo conocí y me enamoré. Pero ahora, desde que “uno de nosotros” (en palabras del propio Carlos Castillo el año pasado) fue elegido arzobispo de Lima, el curso vuelve a casa, al Colegio de Jesús, y justo cuando cumple sus bodas de oro.
Es la teología de la liberación, sí señor, con todas las letras. Una corriente de pensamiento teológico fundamental en la historia de la Iglesia latinoamericana después del Concilio, unida al caminar de Medellín, Puebla… hasta Aparecida. Los grandes temas como la opción preferencial por los pobres, la evangelización de la cultura, la lucha por la justicia, la defensa de los derechos humanos y, últimamente, la preocupación ecológica, son los jalones de este modo de pensar la fe, la Iglesia de Jesús y su misión. Sin la teología de la liberación, y más después de “Evangelii Gaudium”, “Laudato Si” y el Sínodo de la Amazonía, creo que no es posible entender el actual impulso reformista de la Iglesia universal.
En medio siglo hubo una auténtica “nube de testigos”, de tantas personas que, al lado de los pobres, han reflexionado, han estudiado, han dialogado, han peleado. A muchos, que ya no están con nosotros, los hemos recordado en la Eucaristía final del curso. Otros, cuyos nombres no podía escribir, nos siguen acompañando como maestr@s y herman@s. De modo que estoy orgulloso de mencionar a Amparo Huamán, Felipe Zegarra, Andrés Gallego, Adelaida Sueiro, Luis Fernando Crespo, Pedro Hughes, Consuelo de Prado, Glafira Jiménez, Silvia Cáceres… (disculpen si olvido a alguien). ¡Gracias!
Y en medio de todos, el gran sabio, el mentor, el padre de la teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez. Siempre con nosotros, en todos los momentos de los cursos, escuchando todas las intervenciones, procesando, incorporando, aprendiendo. Cuando le toca a Gustavo introducir una semana de trabajo, los oídos se afinan y la atención es máxima; o sus “tuercas”, esa especie de recogida certera de lo más esencial poniendo los puntos sobre las íes, que nos dejan sobrecogidos e inspirados. Con enorme claridad, con humor, con tenacidad; y al mismo tiempo con gran apertura y humildad. Qué maravilla conocer a Gustavo y poder compartir esos momentos.
Supongo que con la perspectiva de los años apreciaré el impacto que los cursos de teología tienen en mí, en mi espiritualidad, en mis resortes para situarme en la realidad, en mi vivencia de la misión, en mis opciones pastorales, en un modo de ser Iglesia con una sensibilidad y unos acentos que, ante todo comparto con esta gente excepcional del curso de teología. Como ya escribí, en ese “nosotros” Carlos Castillo me incluyó a mí. Es un honor formar parte de esta historia, aunque sea chiquitito y el último que haya llegado. Me siento realmente estremecido y privilegiado.
PS: En su momento tampoco pude publicar esta foto, que me encanta. Pues hoy, ahí va.
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