Era enero cuando un par de noticias me impactaron, se instalaron en mi cabeza y hasta hoy me hacen pensar, aprender y admirar a tantas personas cabales como hay por el mundo. De hecho, en este tiempo de vacaciones me atrevo a comentar estas actitudes nobles y auténticas.
La primera ministra
de Nueva Zelanda, Jacinta Ardern, anunció por sorpresa el 19 de enero su
dimisión después de solo cinco años en el cargo y nueve meses antes de los comicios del
próximo octubre, en los que aspiraría a la reelección. Una política joven (42
años), carismática, innovadora y empática, con un enorme prestigio internacional
por su gestión de la pandemia y su estilo personal… que simplemente se siente
cansada. Quemada por la exposición pública, los ataques mediáticos y el peso
que conlleva una responsabilidad como la suya. Lo expresó así:
“Soy humana, los políticos somos humanos. Lo damos todo,
todo el tiempo que podemos. Y entonces llega la hora. Para mí, ha llegado la
hora (…). Un papel tan privilegiado conlleva responsabilidad. La
responsabilidad de saber cuándo eres la persona adecuada para dirigir y cuándo
no lo eres (…). Ya no tengo suficiente energía para desarrollar el cargo como
es debido”.
Wow, ¡alguien que renuncia! Hay quien dice que es para salvaguardar
un posible regreso futuro, pero eso pertenece al ámbito de la especulación. El
hecho es que una persona que ostenta el poder no se aferra a él, sino que detecta
el momento de dar un paso al costado por razones personales, por fatiga o
porque siente que es la hora de dar el relevo.
Creo en la necesidad del carácter rotativo y temporal de
las responsabilidades de animación o coordinación, especialmente cuando
deberían entenderse como servicios. Los períodos excesivamente largos al frente
de instituciones, organismos o grupos humanos no suelen ser buenos, tampoco en
la Iglesia. Conducen a rutinas, costumbres y repeticiones que apagan el
dinamismo, la posibilidad de cambios, la novedad… Pasado un tiempo prudente,
toca retirarse.
La segunda referencia es de un día antes, 18 de enero; en
ella el árbitro español Ignacio Iglesias Villanueva reconocía haber cometido
un grave error en el partido Cádiz-Elche de la jornada 17 de la pasada liga
(16 de enero). El hombre (48 años) no chequeó en el VAR un posible fuera de
juego previo a la jugada del gol del Elche; si lo hubiera hecho, el Cádiz tenía
el partido casi ganado porque quedaban menos de diez minutos para el final.
“Es sencillo y difícil a la vez pronunciar estas
palabras, al igual que obvio y doloroso: me he equivocado (…). No me apetece
utilizar un discurso autómata y manido para decir cosas del tipo: todos nos
equivocamos, los jugadores también fallan, los entrenadores... Prefiero
escribir desde la sinceridad absoluta de lo que siento y sin caer en el
victimismo, ya que es algo que detesto”.
Son solo tres palabras, pero cuánto cuesta pronunciarlas
con verdad: “me he equivocado”. Normalmente las sepultamos debajo de un alud de
justificaciones trilladas y facilonas, para esquivar la responsabilidad,
desviar el foco, escondernos tras cortinas de humo y no afrontar la realidad simple
y humana de los propios fallos, tan cotidianos como el pan (o el plátano en la
selva).
Y peor, es habitual adoptar el rol de víctimas para disfrazar
los yerros, señalando a circunstancias, azares u otras personas como causantes,
en última instancia, del estropicio. Pero este árbitro es fiel a sus sentimientos
y asume su error en toda su dimensión, aceptando las consecuencias que ya
tiene para terceros y probablemente para él. De pie, con honestidad y sin que ello
le anule en modo alguno como profesional y como ser humano.
¡Ole por Jacinda e Ignacio! Me inspiran, son una
bocanada de aire fresco y sano, como la brisa del mar.
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