posesión” (vaya palabro) como párroco conocí a varios de los compañeros del
arciprestazgo, y entre ellos mi “vecino” de Medina de las Torres: Ángel
Vinagre.
Después de la misa hubo una invitación en La Piedad, y allí
estuvimos mis padres y yo con varias personas, y también Ángel, que en aquel
momento tenía 67 años. Conversamos bastante, y recuerdo muy bien cómo abrió los
ojos cuando le contamos que yo había estado en África muchas veces; y es que Ángel
había sido misionero en Ruanda, y pesar de que no fueron muchos años, la
experiencia le marcó profundamente (ver una reseña de su vida aquí).
Mis primeros pasos en la parroquia los di de la mano de
Ángel. Desde el primer momento me adoptó y me dio consejos muy
valiosos. Por ejemplo: en Valencia, cuando había un entierro, el cura iba a
buscar al féretro a la casa y se caminaba hacia la iglesia en procesión; él me
explicó que era una costumbre antigua y farragosa, que además me iba a ser
imposible cumplir a causa de mis clases en el instituto de Zafra. “Mejor
quita eso ahora, desde el principio; para que no haya distinciones y el pueblo
no reclame”. Lo avisé en la misa de inmediato, y a la primera ocasión (nomás
un par de días después), desapareció esa práctica, hasta hoy.
Hay que tener en cuenta que yo era un verdadero novato como
párroco; había colaborado en Calamonte unos meses y es cierto que había hecho
de todo, pero no tenía la responsabilidad. De modo que, a pesar de la
diferencia de edad (yo en aquel momento 34 años), Ángel y yo conectamos muy
bien. Le consultaba muchas cuestiones, me explicaba con paciencia cómo
hacer expedientes matrimoniales, rectificaciones de partidas, rollos
administrativos. Lo mejor eran los “trucos” de cura experto, curtido en mil
batallas, que compartía.
Pero el tema que más le gustaba era la misión, sus
aventuras en Ruanda, la pobreza, cómo es la vida allí. En su casa de Medina
tenía un montón de adornos y objetos africanos, había un arco y unas flechas
que impresionaban. Ángel seguía cautivado por el carácter del pueblo ruandés:
lo receptiva y amable que es la gente, las sonrisas abiertas, el agradecimiento
y el candor para con el sacerdote… Se prendía cuando contaba las historias de
allí.
Era muy querido, sus parroquianos reconocían su gran
corazón; conectaba con gran facilidad con los niños, tenía muy buen oído,
fina sensibilidad litúrgica y una especie de radar para detectar a los más desgraciados
y brindar una ayuda. Su salud se fue deteriorando en poco tiempo, siempre con problemas
respiratorios, y la gente comprendía que estaba cansado, valoraba su esfuerzo y
no le exigía más de lo que podía dar.
Un día me preguntó qué me parecería la posibilidad de ir a
un pueblo vecino como vicario; si querría hablar con el párroco, con quien me
llevaba muy bien, etc. Era una gran idea y no fue difícil ayudar a que se
realizase. De modo que Ángel se trasladó, y en los años siguientes,
curiosamente, se fueron cambiando las tornas de nuestros diálogos: a pesar de
ser yo chibolo y mequetrefe a su lado, me confiaba sus dificultades e incertidumbres,
y yo escuchaba de buen grado y le devolvía algunas sugerencias, que jamás podrían
igualar todo lo que él me aportó en mis inicios.
Se jubiló y se marchó a Sevilla con su hermana cuando yo ya
trabajaba en Los Valles. Siempre me telefoneaba, y ¡cómo se entusiasmó cuando
le dije que me venía a Perú! Poco a poco se fueron espaciando nuestras
comunicaciones, pero aún hace unos tres años, estando yo en Indiana, me llamó
para decirme que me había enviado un donativo grande a través del obispado, “para
las necesidades de tu misión”. Comprendo ahora emocionado que era su manera
de despedirse. Descansa en paz Ángel, hermano entrañable y por siempre misionero.
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