sábado, 4 de junio de 2022

¡A MÍ LA LEGIÓN!


Calculando calladito aquella tarde, pensaba que entre todas juntas suman más de 1000 años. Me invitan a su reunión semanal del domingo a las 4 pm para relatar al vicario general lo que vienen haciendo, y me quedo admirado de su fidelidad a prueba de bomba. Estoy en Tamshiyacu, la siguiente etapa de mi gira de visitas.

En la Legión de María hay algunas más nuevas (“yo llevo en el grupo solo 10 años”), pero la mayoría, al presentarse, cuentan que empezaron hace 30 o 40 años “con el p. Clemente” o “cuando estaba el p. José Mari Legarreta”; son los clérigos de San Viator, que tuvieron a su cargo este puesto de misión durante cuatro décadas y chambearon de lo lindo, mis respetos para ellos.

Su misión principal tiene dos rubros: fomentar la devoción a María y visitar a los enfermos. Especialmente en mayo, pero también durante todo el año, se reparten por casas para rezar el rosario con las familias. Antes lo hacían en la noche, pero ahora van por las tardes porque “ya no miramos bien, padrecito, capaz nos caemos en la oscuridad”.

Y es que, a estas edades, la conversación está irremediablemente salpimentada con la descripción de achaques y goteras: “mis piernas ya no me sostienen parada”, “estoy medio sorda, padrecito”, etc. Pues a pesar de todo, ahí las tienes, perseverantes como el fierro y eternas.

Es chévere que la gente las llama para que vayan a orar cuando hay una situación de especial sufrimiento en la familia: muerte, accidente, enfermedad grave. Son como una especie de “reserva espiritual” de Tamshiyacu, como el sagrario viviente que guarda las tradiciones más genuinas, la fe de los mayores en su esencia.

Están organizadas, tienen su directiva, llevan sus cuentas, cargan sus materiales (de 1985…) y, aunque en los últimos tiempos han hecho alguna incorporación, reconocen que, si no invitan a otras personas (y más jóvenes), el equipo está en peligro de extinción, como las gamitanas. Se ríen; posan para la cámara y van saliendo cada una con su linterna en ristre, vigilando escalones y veredas traicioneras.

Tienen un rol para el rosario antes de la misa diaria. Hoy, al terminar, toca la oración en casa de Gladys, hija de doña Anita, la presidenta. Cuando llegamos ya está allí la imagen de la virgencita, con sus correspondientes adornos y composturas. Anita tiene sus ojos casi cerrados (y cerca de 90 primaveras) y ya no lee, de modo que le encarga a Gladys; pero ésta es una fotocopia de su mamá, tiene una edad y a duras penas avienta las sílabas a ráfagas, menos mal que Anita la va guiando porque se lo sabe todito de memoria.

Doña Anita durante el rosario

Hay una nieta en Lima que desea unirse al evento; mientras se desgranan las primeras avemarías asistimos a varios intentos de conexión telefónica (¡Hijaaaaaaaaa! ¡Estás ahí???? ¿Aló!!!????), hasta que finalmente un chanchito -terminal antiguo con botones- lo resuelve, y ya irá pasando de mano en mano todo el rato para que la chica escuche. Definitivamente, mi umbral de estupor sigue intacto...

Se termina, como es obligado, con un compartir: los de la casa ofrecen algo, en este caso sándwich de pollo, a todos los visitantes. ¡Ole por la Legión de María!: super-abuelas profundamente creyentes, leales, constantes… Nos dan lecciones de resiliencia y entusiasmo sostenido contra viento y marea a lo largo de los años, ojalá los chivolitos de hoy aprendieran… aprendiésemos, porque a su lado mis 52 se quedan en pañales.

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