Calculando calladito aquella tarde, pensaba que entre todas
juntas suman más de 1000 años. Me invitan a su reunión semanal del domingo a
las 4 pm para relatar al vicario general lo que vienen haciendo, y me quedo
admirado de su fidelidad a prueba de bomba. Estoy en Tamshiyacu, la
siguiente etapa de mi gira de visitas.
En la Legión de María hay algunas más nuevas (“yo
llevo en el grupo solo 10 años”), pero la mayoría, al presentarse, cuentan que empezaron
hace 30 o 40 años “con el p. Clemente” o “cuando estaba el p. José Mari
Legarreta”; son los clérigos de San Viator, que tuvieron a su cargo este puesto
de misión durante cuatro décadas y chambearon de lo lindo, mis respetos para
ellos.
Su misión principal tiene dos rubros: fomentar la
devoción a María y visitar a los enfermos. Especialmente en mayo, pero
también durante todo el año, se reparten por casas para rezar el rosario con
las familias. Antes lo hacían en la noche, pero ahora van por las tardes porque
“ya no miramos bien, padrecito, capaz nos caemos en la oscuridad”.
Y es que, a estas edades, la conversación está
irremediablemente salpimentada con la descripción de achaques y goteras:
“mis piernas ya no me sostienen parada”, “estoy medio sorda, padrecito”, etc.
Pues a pesar de todo, ahí las tienes, perseverantes como el fierro y eternas.
Es chévere que la gente las llama para que vayan a
orar cuando hay una situación de especial sufrimiento en la familia: muerte,
accidente, enfermedad grave. Son como una especie de “reserva espiritual” de
Tamshiyacu, como el sagrario viviente que guarda las tradiciones más genuinas,
la fe de los mayores en su esencia.
Están organizadas, tienen su directiva, llevan sus cuentas,
cargan sus materiales (de 1985…) y, aunque en los últimos tiempos han hecho
alguna incorporación, reconocen que, si no invitan a otras personas (y más
jóvenes), el equipo está en peligro de extinción, como las gamitanas. Se ríen;
posan para la cámara y van saliendo cada una con su linterna en ristre,
vigilando escalones y veredas traicioneras.
Tienen un rol para el rosario antes de la misa
diaria. Hoy, al terminar, toca la oración en casa de Gladys, hija de doña
Anita, la presidenta. Cuando llegamos ya está allí la imagen de la virgencita,
con sus correspondientes adornos y composturas. Anita tiene sus ojos
casi cerrados (y cerca de 90 primaveras) y ya no lee, de modo que le encarga a
Gladys; pero ésta es una fotocopia de su mamá, tiene una edad y a duras penas
avienta las sílabas a ráfagas, menos mal que Anita la va guiando porque se
lo sabe todito de memoria.
Hay una nieta en Lima que desea unirse al evento; mientras
se desgranan las primeras avemarías asistimos a varios intentos de conexión
telefónica (¡Hijaaaaaaaaa! ¡Estás ahí???? ¿Aló!!!????), hasta que
finalmente un chanchito -terminal antiguo con botones- lo resuelve, y ya irá pasando
de mano en mano todo el rato para que la chica escuche. Definitivamente, mi umbral
de estupor sigue intacto...
Se termina, como es obligado, con un compartir: los
de la casa ofrecen algo, en este caso sándwich de pollo, a todos los
visitantes. ¡Ole por la Legión de María!: super-abuelas profundamente
creyentes, leales, constantes… Nos dan lecciones de resiliencia y entusiasmo
sostenido contra viento y marea a lo largo de los años, ojalá los chivolitos
de hoy aprendieran… aprendiésemos, porque a su lado mis 52 se quedan en
pañales.
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