Cada vez que la pelota se acerca a cualquiera de los arcos,
los chillidos de terror y emoción mezclados con las risas resuenan bajo las
calaminas que cubren unas gradas abarrotadas, que el sol punzante aplasta sin
clemencia. Es la copa del distrito de Las Amazonas, verdadero
acontecimiento en un pueblo tranquilo y alejado como Orellana.
Los contrincantes llegan de Iquitos en la mañana, en rápido,
y se van al hotel municipal a tomar desayuno y cambiarse. Se les ve serios y
concentrados, caminan en silencio cargando sus paquetes de bebidas energizantes
bajo las miradas de los paseantes de la plaza; todo el mundo se toma este
partido muy en serio.
La cancha tiene las líneas de cal pintadas desde temprano.
Hay un puente sobre una quebrada justo antes de acceder, y ahí han colocado una
mesa donde unas mujeres cobran la entrada: 3 soles por persona (0,79 €).
Parece que con eso se paga a los árbitros, a la organización del torneo para
premios, se compran polos y chimpunes, se mantiene el terreno…
Comienza el choque. Nos ponemos en un fondo, bajo unas altas
palmeras que dan sombra. Los equipos se sacan el ancho, pero pronto
queda claro que el campo no está muy practicable. Hay un ambientazo, la
gente viene a disfrutar, nadie se enfada, es inimaginable cualquier tipo de
violencia, las carcajadas son el telón de fondo.
Únicamente hay un borrachito sentado al borde del campo que
desentona. Da unos gritos tremendos insultando y profiriendo feas lisuras:
“¡¡¡hijo de p….!!!”. Los espectadores se incomodan y reclaman, una
señora mayorcita pide que llamen a la policía, y al ratito dos agentes pasan y
el hombre se calma. Por suerte, acá es muy diferente a España: no hay
ensañamiento verbal contra los árbitros o los adversarios, se trata simplemente
de divertirse.
Un poco más allá se venden cigarros sueltos en una banca de
madera; fumar tampoco es muy común y está asociado al ocio y a la fiesta
(tienen mechero para dar fuego a los clientes). Varios hombres pasan
ofreciendo curichis, que son helados de hielo en bolsas que se muerden,
como los flags de mi infancia. Hay hasta una oferta: “¡Si llevas
dos tienes otro de yapa!” (yapa es añadido gratis, propina, repetir…).
Nos comemos uno de aguaje que está buenazo.
Pausa de hidratación, como en la tele (allí supongo que
será necesaria, pero acá… 30 grados y un 80% de humedad, casi nada), porque
los jugadores están sudando a chorros, y yo también. Gol de los de Iquitos, bah.
No se puede ver la repetición, pero creo que tuvieron un poco de suerte. Medio
tiempo. Unas vacas ingresan en el campo, aunque cada vez se ve menos hierba,
molida por carreras y pateos.
Varios suplentes calientan muy formales, muy profesionales,
con petos fucsia. El juego se reanuda. Otra vaca que interrumpe, unos niños la
sacan. El calor ahora es sofocante, preludio de la lluvia, y efectivamente
comienza a descargar entreverada con el sol. Al principio moderada, pero al
rato se descuelga un aguacero de cuidado. El campo se convierte en un barrizal,
hay zonas donde el balón no corre, la lucha es titánica, los jugadores están
de barro hasta los ojos, ya solo se distinguen los que entran de refresco
porque sus polos no están color chocolate.
Y así transcurre esta tarde apacible, que me permite descansar
y sentirme parte de este pueblo; hacer lo que hace la gente, con ellos y a
su manera, como uno más. Es algo que me relaja y me conduce hacia zonas de
alegría íntima y profunda. Una pequeñez en la que saboreo el sentido de mi
vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario