Llevamos
tres o cuatro días de tormentas y chaparrones tropicales. El termómetro ha bajado de 26º por primera vez desde que estoy en
Indiana. Hoy hemos almorzado mole,
una salsa mexicana realmente exquisita cuyo sabor me ha recordado al bacalao a
la vizcaína que hace mi madre. Diosito, ¿qué será de las vacaciones? ¿Podré
entrar en España con todo esto?
Con mis padres todos los días hacemos una
videollamada, y en esta cuarentena estamos descubriendo la videollamada grupal,
que es un alucine: en un periquete toda la familia en la pantalla. No sé si por
estragos del aburrimiento o por reforzar el sistema inmunitario. ¿Por qué lo
digo? Mi madre siempre me dice “te quiero”, pero estos días esas palabras me llegan directamente al centro alimentando
nuevas y hermosas razones para resistir y sonreír.
No
recuerdo haber recibido tantos “te quiero mucho” en tan poco tiempo, y seguro que a todos les ocurre lo mismo. La impresión de tener a
las personas que amas, lejos y expuestas a un grave peligro es muy dura; como cuando
el año pasado mis hermanas me llamaron para decirme: “A Mamá hay que operarla”. Se siente una clase de impotencia que te
deja vacío y solo: no puedes hacer nada. Pero sí puedes decir “te quiero”
poniendo en valor el lazo más poderoso, el arma de vida capaz de dominar todas
las distancias.
Como hay tanto silencio, anteayer en el
equipo hemos decidido hacer retiro. He preparado unos puntos y se los he dado,
pero lo que a mí me ha ayudado, donde he hallado “lo que quiero” (Ej 76), ha
sido en una canción de Manuel Carrasco llamada “Qué bonito es querer” cuyo
estribillo dice así:
Qué bonito es saber qué siempre estás ahí
Quiero que sepas que voy a cuidar de ti
Qué bonito es querer y poder confiar
Afortunado yo por tener tu amistad
Quiero que sepas que voy a cuidar de ti
Qué bonito es querer y poder confiar
Afortunado yo por tener tu amistad
Te quiero y voy a cuidar de ti. Aunque
estemos en distintos países o continentes, sé que estás siempre conmigo, y eso
me abriga, me sostiene. Escucho “te quiero” y mi cuerpo-mente se recompone y se
solaza.
Son las 4 de la tarde y por tanto ha
comenzado el toque de queda en
Loreto, ya no se puede salir de casa bajo ningún concepto hasta mañana a las 5 am.
Lo bien que estábamos cuando no había
coronavirus, ya no me vuelvo a quejar de nada. Los huevos en el mercado han
subido y ya no se encuentran espinacas ni acelgas. Pasa la brigada de salud,
“los astronautas”, porque parece que hay un nuevo positivo en el pueblo.
Voy a hacer la colada y es como subir a la
máquina del tiempo, resulta que la lavadora es de la época de los pioneros,
traída de Canadá en los años cincuenta: tiene un botón on-off y una palanca
para dejar salir el agua. Eso es todo. Hay una centrifugadora prima suya pero
está malograda; con esta humedad la ropa se secará para el bicentenario... Pero ya llueve menos, porque han
transcurrido quince días desde que tuvimos el último contacto con el obispo, y
eso significa que muy probablemente estamos fuera de peligro.
Según me cuentan el mole en México es
comida de fiesta, lo dan en las bodas. Hay todavía un par de tapers congelados, y quedamos en que lo
volveremos a poner cuando se levante la cuarentena y empecemos a verle el final
a esto. Aunque, bien pensado, hoy mismo era buen día, siempre hay motivos para el mole, a pesar de epidemias o maldades
varias. Siempre.
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