¿Se
puede ir un@ de misioner@ a la selva con veinte años, muchas ilusiones, poca experiencia
pastoral y sin haber conocido antes al menos un poco la realidad? La respuesta es no… excepto si eres una de las Esclavas Misioneras
de Jesús que aparecen en esta foto del mes de agosto en Punchana. Ahí las
tienes.
Es una congregación que nuestro obispo
Javier halló “por casualidad” (…) en su última vuelta por México, justo antes
de escapar de un terremoto apenas por horas. El viaje desde luego fue pródigo
en emociones, porque conocer a estas monjitas es una experiencia totalmente
shock. De pronto se han venido ¡dos comunidades!
a nuestro vicariato, siete hermanas de una tacada nada menos. “¡Qué
poderío!” – comentábamos cuando esperábamos su llegada.
Y no nos equivocábamos: hay que ser bien valientes, decididas y un
poco locas para dar un salto así siendo tan jóvenes, pero además hay que
verlas en acción. En San Pablo
asumieron de frente la responsabilidad del puesto de misión y el cuidado de los
ancianos de la Casa San José, antiguo leprosorio. Nada fácil para Antonia,
Silvia y Fátima. Esta última (28 años) es la “párroca” y encargada de la
oficina parroquial; el obispo me encargó darle un cursillo acelerado de
documentos, partidas, libros, expedientes… porque todo es nuevo para ella.
En Pevas he estado menos, pero sí he podido trabajar con la hermana Rosalba.
Ella es la más “mayor” (tal vez tenga 31 años) y una de las dos únicas profesas perpetuas del grupo, junto a la hermana Marta; el resto son
junioras de votos temporales. Este año era mi compañera en la comisión de
síntesis de la asamblea vicarial y me dejaba a cuadros la destreza y velocidad
de su manejo informático; hasta el punto que es la secretaria mundial de la congregación desde el corazón de la
Amazonía. Además no se cansa, es “sor Pilas Duracell”; completan el equipo las
hermanas Erika (“Huambrilla”) y Dolores, que es la más joven, llegó con 18 años
y su chapa es “Chivola”.
Tampoco son miles, ¿eh? La congregación es
de origen español y después de cincuenta años de sequía vocacional, renació en
México tal y como había predicho el padre fundador. Eso para que no perdamos
tan fácilmente la esperanza en que puede haber repuntes de vocaciones. Y qué mujeres: salen a las comunidades,
logran armar grupos grandes de jóvenes, patean el pueblo con sus tocas, tienen
un imán con los niños, visitan las familias… ¡Imparables!
En los encuentros de misioneros suele haber
un par de coreografías de ellas, y siempre espectaculares. En el último pudimos conocer a Ana Leidy, la madre general, que tendrá como 36 años, y es la que en la
imagen está al fondo con gorro negro en vez de
blanco. Estaba de visita, trayendo varias novicias, y con ella tuve ocasión de conversar más largamente; me contó algo de la
historia de la reciente salida misionera, el sueño cumplido de venir a la selva,
la alegría de convivir con las hermanas un mes… Y también algunas inquietudes y
preocupaciones que le surgen, y una de ellas es el acompañamiento de las
chicas.
Lo comparto plenamente; es más, cada vez tengo más claro que los misioneros
necesitamos sentirnos y estar acompañados, y más en estos lugares lejanos, en
donde la soledad hace aflorar los propios límites e inconsistencias con crudeza.
No hay dónde esconderse, y eso vuelve esencial contar con alguien en quien confiar
y con quien conversar en profundidad. Me ofrecí para ayudarlas en lo que pueda.
A Domi tampoco hay quien la pare |
No hay comentarios:
Publicar un comentario