domingo, 8 de diciembre de 2019

NO HAY QUIEN LAS PARE


¿Se puede ir un@ de misioner@ a la selva con veinte años, muchas ilusiones, poca experiencia pastoral y sin haber conocido antes al menos un poco la realidad? La respuesta es no… excepto si eres una de las Esclavas Misioneras de Jesús que aparecen en esta foto del mes de agosto en Punchana. Ahí las tienes.

Es una congregación que nuestro obispo Javier halló “por casualidad” (…) en su última vuelta por México, justo antes de escapar de un terremoto apenas por horas. El viaje desde luego fue pródigo en emociones, porque conocer a estas monjitas es una experiencia totalmente shock. De pronto se han venido ¡dos comunidades! a nuestro vicariato, siete hermanas de una tacada nada menos. “¡Qué poderío!” – comentábamos cuando esperábamos su llegada.

Y no nos equivocábamos: hay que ser bien valientes, decididas y un poco locas para dar un salto así siendo tan jóvenes, pero además hay que verlas en acción. En San Pablo asumieron de frente la responsabilidad del puesto de misión y el cuidado de los ancianos de la Casa San José, antiguo leprosorio. Nada fácil para Antonia, Silvia y Fátima. Esta última (28 años) es la “párroca” y encargada de la oficina parroquial; el obispo me encargó darle un cursillo acelerado de documentos, partidas, libros, expedientes… porque todo es nuevo para ella.

En Pevas he estado menos, pero sí he podido trabajar con la hermana Rosalba. Ella es la más “mayor” (tal vez tenga 31 años) y una de las dos únicas profesas perpetuas del grupo, junto a la hermana Marta; el resto son junioras de votos temporales. Este año era mi compañera en la comisión de síntesis de la asamblea vicarial y me dejaba a cuadros la destreza y velocidad de su manejo informático; hasta el punto que es la secretaria mundial de la congregación desde el corazón de la Amazonía. Además no se cansa, es “sor Pilas Duracell”; completan el equipo las hermanas Erika (“Huambrilla”) y Dolores, que es la más joven, llegó con 18 años y su chapa es “Chivola”.

Tampoco son miles, ¿eh? La congregación es de origen español y después de cincuenta años de sequía vocacional, renació en México tal y como había predicho el padre fundador. Eso para que no perdamos tan fácilmente la esperanza en que puede haber repuntes de vocaciones. Y qué mujeres: salen a las comunidades, logran armar grupos grandes de jóvenes, patean el pueblo con sus tocas, tienen un imán con los niños, visitan las familias… ¡Imparables!

En los encuentros de misioneros suele haber un par de coreografías de ellas, y siempre espectaculares. En el último pudimos conocer a Ana Leidy, la madre general, que tendrá como 36 años, y es la que en la imagen está al fondo con gorro negro en vez de blanco. Estaba de visita, trayendo varias novicias, y con ella tuve ocasión de conversar más largamente; me contó algo de la historia de la reciente salida misionera, el sueño cumplido de venir a la selva, la alegría de convivir con las hermanas un mes… Y también algunas inquietudes y preocupaciones que le surgen, y una de ellas es el acompañamiento de las chicas.

Lo comparto plenamente; es más, cada vez tengo más claro que los misioneros necesitamos sentirnos y estar acompañados, y más en estos lugares lejanos, en donde la soledad hace aflorar los propios límites e inconsistencias con crudeza. No hay dónde esconderse, y eso vuelve esencial contar con alguien en quien confiar y con quien conversar en profundidad. Me ofrecí para ayudarlas en lo que pueda.

En la noche, aunque eran más de las 9, fuimos a buscar helados a la plaza de armas porque yo les había prometido invitarlas y no lo olvidaron. Y así pasamos un rato lindo antes de despedirnos de madrugada y partir cada cual a su cortijo. Sentado en el ferry recordaba que la hermana Silvia es capaz de hacer unas perfectas tortas de maíz con sus propias manos… Unas misioneras para todo, llenas de juventud, capacidades y energía; un inmenso caudal para nuestra pequeña iglesia, ¡qué suerte tenemos!


A Domi tampoco hay quien la pare

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