¿Que qué hacía yo en un curso sobre nulidades matrimoniales que daban en Huacho el decano y un auditor del tribunal de la Rota Romana? Buena pregunta, ni yo mismo lo sabía mientras viajaba hacia allá por agua, aire y tierra. “Pero si en la selva no se casa nadie, no hay nada que anular” – le dije a mi obispo. “Ya, pero es bueno que vaya alguien del Vicariato, etc.”. Total, alea jacta est, que he aprendido mucho latín estos días. En Huacho – costa peruana - me encajé.
Era un encuentro masivo, de más de 800 personas, y mucha
gente que se dedica al derecho canónico. El lugar: un seminario de una diócesis
de corte más bien tradicional. Los casi 90 curas que estábamos alojados allí
íbamos a celebrar la Eucaristía por la mañana, la mayoría más jóvenes que yo, bastantes
juristas, todos muy parecidos, bien afeitados, el pelo cortadito y uniformados
en diversos tonos entre negro y gris con algún toque de blanco. Toditos los sacerdotes llevaban clergyman
menos uno (…). Como dice Pepa, “en
este mundo tiene que haber de tó”.
Había también religiosas y muchos laicos. El primer día los
avisos fueron un poco desafortunados: los
asientos de la parte delantera están reservados para los sacerdotes y
religiosas, los laicos atrás; el libro de las ponencias se regala a los
sacerdotes; el resto puede adquirirlo a 40 soles. A los laicos llegados de
fuera de Huacho también se les daba alojamiento, pero no en el seminario, sino
en un hotel; venían a desayunar después de la misa, y el primer día me senté
con unas parejas de Morrope (Lambayeque). Al rato un seminarista de negro vino
a decirme que podía sentarme en la parte de los curas. “Gracias, acá estoy bien” - le dije. Mirando detenidamente, reparé
en la razón: mientras que en la zona del
clero desayunaban con platos y tazas de cerámica, donde yo estaba no había
platos y los vasos eran de plástico.
“En la Iglesia nadie es más que otro”, se oyó en una de las alocuciones.
Luego está la realidad… Estas
distinciones son tonterías, de acuerdo, pero en el fondo dañan a la Iglesia y
hacen pensar que algo anda torcido en ella. Es cierto que hubo
rectificaciones: al segundo día ya podía sentarse cada uno donde deseara, pero
entonces la gente no quería pasar adelante (en el pecado tienen la penitencia).
Desde mi silla (con los laicos atrás) me sonreí. El calorón era igual para todos; además habían habilitado una carpa enorme
de plástico blanco, que funcionaba como una especie de invernadero gigante
donde íbamos sancochándonos mientras se desarrollaban las conferencias. Había
que estar con el gorro puesto allí debajo y utilizando el abanico sin parar (¡gracias,
mamá!). Colocaron tinas de agua a los costados, pero solo a los obispos les
daban botellas personales.
Por otra parte, el contenido fue interesante, y el material
(entregado a unos y vendido a otros) muy bueno y útil. Monseñor Pio Vito Pinto (el
más viejito en la imagen) y Monseñor Alejandro Arellano (el de lentes) resultaron
ser dos ponentes de lo más amenos a pesar de la aparente aridez de los temas. Y siempre con el pensamiento del Papa
Francisco como trasfondo: el proceso breviore
no trata de “regalar nulidades”, sino de servir mejor al pueblo de Dios,
aligerar tiempos y posibilitar sanaciones, recuperaciones y nuevos proyectos de
vida. Apasionante el comentario acerca del capítulo octavo de Amoris Laetitia: discernir, acompañar e integrar a las
personas que sufren fracasos matrimoniales, a los divorciados vueltos a casar,
a los convivientes… todos son parte de la Iglesia.
Como siempre, lo
mejor son los encuentros con las personas, que disuelven todos los prejuicios.
Compañeros excelentes que trabajan en tremendas alturas andinas y caminan de caserío en caserío; otros con bravas pastorales familiares armadas en sus
parroquias; alguno formador de seminario o instructor de causas en el tribunal
diocesano, gente brillante y llena de energía y futuro. Y los laicos:
acompañantes de parejas rotas o en dificultades, catequistas… y también alguna
persona herida por estas mismas problemáticas que de pronto te abre el corazón
para escuchar un consejo. Y nuevos amigos: Flor, Elma y César, en la foto.
Varios seminaristas y curas se acercaron a preguntarme entre
curiosos y admirados: “Usted está en la
selva, ¿no?”. Y en un corrillo en el vestíbulo mi oreja alcanzó un comentario:
“Se nota que es misionero”. Pues sí. Esta es mi Iglesia, con todas sus
contradicciones, y en ella vivo y comparto mi vocación: misionero. Este es mi único
“nombramiento”, que además me encanta. Mi traje ¿serán las sandalias?
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