Si pudiera esquivar el sigilo sacramental, contaría que esta mañana, bastante temprano, se presentaron en casa dos chivolos buscándome. Justo estábamos despidiendo a unos compañeros maristas que nos visitaron y tenían que madrugar para salir a su misión, de modo que me sorprendió la hora.
Y la
urgencia. “Necesito conversar un ratito
con usted, por favor”. No se permite dar datos
del muchacho, pero si pudiera diría que se llama A. y tiene 13 años, una
criatura que yo no he creído conocer de entre la cantidad de gente que sabe
quién eres tú, pero tú no ubicas. “Toma
asiento, joven”.
Se me ha quedado su modo de iniciar la
conversa, y si fuera posible reproduciría esas palabras: “He hecho una cosa mala y quiero que me perdones”. Y su tono, que
me ha transmitido el candor adolescente
de sentirse al mismo tiempo temeroso y culpable. De pronto he echado de
menos esa autenticidad en otras muchas confesiones pasadas, más establecidas y mecanizadas; este chaval
estaba tan desacostumbrado como yo, pero hablaba la verdad.
No puedo decir nada, pero me gustaría
narrar que el pecado trata de un beso, un beso prohibido porque “es la enamorada de mi hermano”, seguido
de algún arrumaco más “hasta que la
aparté y le dije que eso no se puede”. La gravedad de la materia me hizo
sonreír, pero la risa la disuadió el ademán avergonzado del penitente. “Y te sientes mal…” – “Sí, me siento fatal”.
El chaval era el vivo retrato del arrepentimiento, y yo me conmoví, me sentí plenamente un padre con la ternura de liberar al
hijo de una niñería que se le hace un mundo; un hermosísimo privilegio.
Pero claro, la discreción propia del caso me obliga a callar.
Me apetecería referir también que, a medida
que fui quitando hierro al asunto y dándole a A. algún consejo fruto de mi
larga experiencia en ese campo, advertí cómo el alivio se materializaba en su
lenguaje corporal. Me rondó la memoria que es
la primera vez que confieso a alguien desde que llegué a la selva (hace más
de año y medio) y, aunque desde luego no puedo dar detalles, noté que ese superpoder está bien engrasado, y me sigue enriqueciendo inmensamente cuando
las personas muestran sus tesoros interiores intentando descargar sus miserias.
Siempre he defendido los beneficios de la reconciliación individual, pero con
los jóvenes me pierdo, me van a disculpar.
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