Son las 13:45 del martes 3 de octubre. Salimos hacia Indiana el grupo que vamos a participar en el encuentro vicarial de pastoral social. Buscamos motocarros bajo un tremendo sol, que abrasa la pista y nos ahoga, el aire tórrido nos golpea cruelmente. “Por más que se pretendan negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes”. Así comienza el documento Laudate Deum (nº 5), que sería publicado al día siguiente. ¡Y que lo digas, Francisco!
Había leído en rpp esa misma mañana que Iquitos
llegó a registrar el día anterior 38.5°C, la temperatura más alta de todos los
tiempos según el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología
del Perú (Senamhi). Si le aplicamos el cuadrito de la sensación térmica considerando
un 50% de humedad relativa (normalmente se acerca al 60% como mínimo), nos
salen 49 grados. Doy fe.
Hemos llegado al puerto de Productores y bajamos las gradas
empapados en sudor. La arena de la ribera está tan fina y seca que podrías
pensar que estás caminando por el desierto si no fuera por todas esas embarcaciones
amontonadas y prácticamente varadas en el exiguo hilo de agua que es el Itaya,
afluente directo del Amazonas. Me cuesta creerlo: jamás he visto el río tan
bajo.
La imagen es una agresión rotunda a la sensibilidad: la
vaciante masiva deja al descubierto, como una alfombra que se retirara después
de años, lo que hay en la orilla, entre los shungos de las balsas, debajo
de las escaleras… La cantidad de desperdicios, basura, desechos, especialmente
botellas, descartables, plásticos de todo tipo. Porquería que demora siglos en
degradarse y que contamina el agua sin piedad.
Cuántas veces me he preguntado si es que no se puede
hacer nada para detener este asesinato lento pero inexorable del Amazonas,
que revienta las costuras de la tristeza y de la rabia. Por qué las autoridades
permiten semejante atentado contra la vida, por qué miran para otro lado. ¡Por
qué nadie hace nada! Respuesta obvia: por dinero. “La lógica del máximo
beneficio con el menor costo, disfrazada de racionalidad, de progreso y de
promesas ilusorias, vuelve imposible cualquier sincera preocupación por la casa
común” (LD 31).
Toca esperar a que se llene el deslizador, esa chatarra con enormes
motores donde vamos embutidos como anchovetas en lata. Son más de dos horas bajo
las planchas metálicas de calamina, utilizadas en los tejados de las
viviendas, que se comportan como una parrilla que nos achicharra. El calor es
sofocante, chorreones de sudor resbalan por mis piernas, el pañuelo está
aguachinado y el abanico no da abasto.
Es difícil llegar hasta los botes, apelotonados en la mijina
de orilla de agua raquítica, hay que pasar haciendo equilibrio por tablones estrechos
para salvar el barro nauseabundo impregnado de suciedad, sobrevolado por mil
moscas y escarbado sin pudor por los gallinazos, que vienen a completar el
cuadro. Hay un chauchero (cargador) que se cae ahí con una enorme
piña de plátanos. “Los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los
sufre la gente más pobre” (Laudato Si nº 48).
Por fin llega el momento del zarpe. Hay que ejecutar
varias maniobras porque un par de chatas (lanchas de carga que no
deberían estar acá pero cuyo embarcadero se ha agostado del todo) obstaculizan
la salida. Una señora agita un pañuelo para dar un poco de aire a su bebe. Otra
saca un yogur para su hija; quita un plástico y sin mirar saca la mano por la
borda y lo bota al río; lo mismo con la tapa, maquinalmente al agua. Así
nos va.
Llegaremos a mi querida Indiana, desde donde escribo,
y me volveré a asombrar por la magnitud de la sequía, el nivel bajísimo del
Amazonas, el calor insoportable y desconocido -incluso por las noches-, la ausencia
casi total de lluvias durante semanas seguidas. A los negacionistas del calentamiento
global y la crisis climática les digo que, quienes no podemos tener aire
acondicionado, padecemos los estertores un tanto vengativos de la Madre Tierra
(que en su agonía nos arrastrará a todos), bien reales y bravos.
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