Me empujo un
paracetamol con el bocadillo de la cena porque me duele la cabeza (el morro,
diría mi padre) y noto los ojos cargados. Normal -me digo- si pienso que me
he pasado prácticamente todito el día delante de la computadora acorralado por
informes pendientes. Y hace poco, el DOMUND… vaya misionero que estoy
hecho.
En octubre y noviembre
se acumulan las tareas administrativas relacionadas con cerrar proyectos:
hacer balances, rendir cuentas y por tanto elaborar informes narrativos de lo
que hemos hecho a lo largo y ancho de nuestro Vicariato (que es decir mucho):
visitas pastorales, encuentros de formación por acá y por allá, jornadas
vicariales, construcciones de diverso pelaje, compras de materiales…
Toca desempolvar
reportes que los puestos de misión enviaron en su día, y perseguir
implacablemente a quienes deben documentos y crónicas de actividades
realizadas. Muy pronto, en Islandia, aprendí que una parte ineludible de la
misión en un vicariato pobre como el nuestro consiste en escribir, en componer
memorias que den cuenta del trabajo que hizo posible un financiador al que
en su día nos dirigimos con la mano extendida.
Todo ese material debe
llegar a la oficina, y acá dos o tres pringados lo acomodamos, lo
preparamos y sacamos informes finales para enviar a quienes nos ayudan. Así
pues, buscar, leer, hacerme una composición de lugar, darle al botón de la
creatividad y redactar. En general no es difícil porque está todo servido, pero
a veces tengo que mirar fijamente los listados de gastos e incluso las
boletas para deducir qué tengo que poner… igual que hacía Tanque, el
operador de la nave en Matrix, que descifraba los churretes de caracteres verdes
en la pantalla, sabía qué había detrás de ese aparente caos alfanumérico.
Una castaña pilonga en toda
regla. ¿Qué cómo lo llevo? Pues más o menos. Me ayuda recordar por qué estoy acá,
en Perú, en la selva, el sentido último de todo, y por ahí cuadra. Ayer
encontré una cita que me alivió: “(…) todo lo que uno hace, por muy mundano
y profano que parezca, se convierte en “divino servicio”“ (Constituciones
de la Compañía de Jesús 547, 3)*. ¿Acaso estos papeleos no son imprescindibles
para que la misión navegue?
Que además son un ciclo
imparable, pues casi a la par que se terminan proyectos, hay que ir pergeñando
otros que nos permitan vivir y trabajar el próximo año: reforma de casas misioneras (antes de que se caigan a pedazos), presupuestos para catequesis,
para los internados, para reparar ambientes en Indiana (la casa que nos acoge a
todos); apoyo para que pueda haber asamblea vicarial en marzo (pasajes,
alimentación, viajes de los facilitadores…), para reuniones de coordinación, jornadas
y encuentros de capacitación de agentes pastorales, de los misioneros; plata
para que podamos seguir subiendo a los botes y llegando a las comunidades más
lejanas…
Pues eso. He cambiado
las botas de jebe por el mouse y el gorro por las fotocopias. Es lo que
hay, alguien tiene que hacerlo, y por suerte no durará eternamente. En Alex,
una novela de Pierre Lemaitre, el comandante Verhoeven se dice a sí mismo: “Estás
haciendo tu trabajo, así de simple. Un trabajo, Camille, no una misión.
Haz lo que puedas. Hazlo lo mejor posible, encuentra a esos tipos, a ese tipo,
pero no dejes que afecte a tu vida”.
Tal vez no haya
definición más rigurosa de la misión como aquello que afecta a tu vida
hasta el punto de trastocarla, voltearla, levantarla y enrollarla (Is 38, 12), cambiarla
por completo e impelerte a que la entregues entera. La misión la vivo ahora, también, en estas
faenas burocráticas; trato de dar lo mejor. No es ninguna aventura apasionante,
pero hoy es lo que tengo para compartir.
* GUIBERT, J. M., Liderazgo
basado en la amistad. Cincuenta recomendaciones ignacianas, Sal Terrae,
Santander 2021, pág. 27.
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