Vamos en carro callejeando por De Pere, pequeña localidad en
el estado de Wisconsin, en el medio oeste de los Estados Unidos. No se ve a
nadie, en parte porque el termómetro marca 1º C de temperatura y está nevando,
pero también porque -me explican- acá la gente no camina mucho por la calle.
Casas cada una con su jardincito y su garaje, como en las películas, pero de
hecho no hay tiendas de barrio, se agarra el carro para ir al centro comercial,
hacer la compra de la semana y santas pascuas.
Me impresiona que acá todo es grande, a lo bestia:
los edificios, las distancias, los vehículos, las pantallas de TV… No puedes
comprar una botella de agua en el shopping center, tienes que llevar un
pack de 24. O dos galones de leche, o una piña entera de bananas. Este país
parece ser el summum de la exageración y de la abundancia.
Sí, abundancia es la palabra. En el desayuno hay
carne, revuelto de papas, huevos, avena, beagles con cheesecream,
cereales, yogur, jugo de naranja, tostadas y por supuesto dulces y sirope. El lunch
en la cafetería del St. Norbert`s College, algo simple pues: hamburguesa con
queso, pero también había pizza, comida thai, algo así como quince
ingredientes para armar tu ensalada, varios tipos de bebidas y postres… Y
puedes servirte cuanto y cuantas veces quieras, tipo bufet.
Todos los lugares donde ingreso me parecen elegantes, hay
moqueta, por supuesto calefacción, los baños están inmaculados, todo tiene
aspecto de nuevo. Se usa mucho papel, hay dispensadores por todas partes,
incluso los hay automáticos, acercas la mano y ffffffff sale solito el
pedazo que necesitas. Anoche me mostraron que el mando a distancia de la tele
obedece órdenes vocales, le das instrucciones como al asistente de Google,
dices: “partido de baloncesto” y pum, te aparecen tres opciones de programas y
eliges. Me quedo a cuadros.
(Lo malo es que los Bulls perdieron contra los Bucks -algo
normal anyway- y ya no podré ir a verlos porque no habrá sexto partido).
Estar aquí, aunque sean unos días, me da la perspectiva correcta de cómo
vivimos en la selva, donde he elegido estar; de la brecha de nivel y calidad de
vida que hay entre “el primer mundo” y mi Perú, mi Amazonía. Cuando voy a
España no lo noto tanto, tal vez porque allí estoy acostumbrado y porque esto
es otra historia.
Hemos venido el obispo Javier, Anna la ecónoma del Vicarito
y yo básicamente a buscar ayudas. A asegurar alguna que ya teníamos y a
explorar otras posibilidades, establecer contactos, abrir caminos para que
instituciones, diócesis, ONGs de acá puedan apoyar a nuestra misión. Es un
viaje iniciático para mí porque es la primera vez que piso tierra yanqui, y
para todos porque puede suponer una veta de cooperaciones que necesitamos
urgentemente.
La distancia económica es sideral, también eclesialmente
hablando. Después de la misa del domingo pasado miro la hojilla parroquial y
encuentro las cuentas. El presupuesto para el funcionamiento de la parroquia
es de 9550 dólares semanales, hay cinco o seis personas contratadas, la
gente aporta a su iglesia a full… Wow: con lo que allí se mueve en cuatro meses
el Vicariato tendría para sobrevivir todo un año. Es tremendo.
De modo que vamos por ahí con el gorro puesto y la mano
extendida sin rubor, a ver qué podemos pescar. Se están portando
magníficamente con nosotros, acogiéndonos y movilizándonos, tanto los norbertinos
como los claretianos de Chicago. He traído todo lo que tengo de manga larga y
me voy poniendo capas contra el frío, como una cebolla; pero estamos poco en la
calle, la verdad.
Por supuesto que este país tiene una cara no tan fancy
de pobreza y exclusión que nos narran y a veces palpamos. ¿Qué cómo me va con
el english? Pues teniendo en cuenta que así, espontáneamente, me sale el
francés, no me quejo: comprendo bastante de las conversaciones y soy capaz de
decir algo despacito.
Me gusta que los gringos pongan luces indirectas, que el
escurreplatos esté colocado abajo dentro del ojo del lavadero que no usas, que la
puerta lateral del carro se abra con un botón y que haya galletas por todas
partes. Muchas cosas me sorprenden de este país, y entre ellas la vida
en la abadía de San Norberto, donde hemos pasado cuatro días inolvidables. Lo
cuento en la siguiente.
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