domingo, 13 de marzo de 2022

EL PONGUERO


Así se llama un tipo de botes grandes, rápidos (aunque no tanto como los deslizadores) y populares, que cubren largos trayectos por el Amazonas y permiten movilizarse con eficacia a precios módicos. Los he utilizado ya muchas veces, siempre entre impactado y divertido.

Suelen salir a la hora, estén llenos o no del todo, y eso es una enorme ventaja porque te permite programar el viaje. Aunque hace un par de meses, yendo a Tamshiyacu, el motor se malogró y un desplazamiento de hora y media pasó a cuatro horas, botando al agua mis planes. Cosas de la vida.

Al subir a la embarcación te adentras en un caos donde todo acaba encontrando su lugar. Mercancías de toda clase: calaminas, jabas de pollos, balones de gas, cajas de verduras, mochilas, chalecos salvavidas que nadie se pone, sacos de cemento, bloques de hielo, paquetes de gaseosa, maletas y bolsos… se ubican en el techo de la nave pero también por entre los pasajeros, como completando el tetris.

Por eso hay que llegar pronto, para poder sentarte en un buen sitio y donde quepan tus piernas. En cambio, cuando agarro el ponguero en Indiana nunca sé en qué hueco hallaré acomodo rumbo a Yanashi u Orellana, porque el barco salió de Iquitos ya medio repleto y cargado.

A pesar de la aglomeración de viajeros y bultos, hace muchos meses que casi nadies lleva mascarilla. Los datos epidemiológicos han mejorado y por ahora ómicron no asoma la patita, de modo que la gente conversa sin problema de lo humano y lo divino, la mayoría son vecinos y conocidos de la misma zona y cinco o seis horas dan para arreglar el mundo varias veces.

Este autobús fluvial deja a cada uno en su comunidad y eso implica muchas paradas, las abuelas saltan a tierra llevando sus equipajes -la ribera es el hábitat natural de este pueblo- y yo me quedo a cuadros con la agilidad y el manejo. En Orán, escala obligada más abajo de la boca del Napo, ingresa una escuadrilla de mujeres y niños vendiendo comida: empanadas, platos de arroz, bolsas de refresco, galletas, naranjas o caña dulce. El desorden y la estrechez se recrudecen.

Y es que hay toda una industria alrededor de los pongueros. La hora antes de la salida, mientras los clientes se van acomodando, entra el vendedor de periódicos anunciando “prego! prego!” apocopando la palabra, una niña ofreciendo uvillas o el habitual mercachifle de audífonos o cargadores de celulares. Me asombra un bote-restaurante donde despachan almuerzos que cocinan allí mismo en un hornillo portátil; se acerca por un costado de la nave y va entregando por las ventanas los descartables con el tacacho o los tallarines a los pasajeros interesados, que por allí mismo cancelan.

Pero lo que más le gusta a la gente, con mucha diferencia, es el aguaje, un fruto regional que es apenas la camisa de una pepa envuelta en cáscara de escamas. En el puerto de Aucayo la aguajera ingresa con un balde y los vende toditos, les vuelve locos. Yo es que no lo entiendo: mucho trabajo de pelar y poco que llevarse al diente.

Los pongueros que surcan desde la frontera durante toda la noche tienen menos vida social. Ponen una música altísima, creo que para que el motorista no se duerma y esté bien alerta a las palizadas y peligros del río; yo me coloco tapones en los oídos para pegar el pestañazo porque son más de ocho o nueve horas de travesía desde el bajo Amazonas.

A mediados de diciembre, cuando el Haydée estaba llegando a Indiana y ya me disponía a bajar, me doy cuenta de que el proero le hace señas a un rápido que está zarpando de la balsa. “¿Qué ocurre?” – le pregunto. “Le he avisado al amigo que se amedie para que lo recoja a usted, así no hay que encostar”. No me dio tiempo ni a asustarme; el deslizador se pegó por la proa, yo di un salto con mi mochila, grité gracias, y a casa que pa luego es tarde.

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