Así se llama un tipo de botes grandes, rápidos (aunque no tanto
como los deslizadores) y populares, que cubren largos trayectos por el Amazonas
y permiten movilizarse con eficacia a precios módicos. Los he utilizado ya
muchas veces, siempre entre impactado y divertido.
Suelen salir a la hora, estén llenos o no del todo, y eso es una
enorme ventaja porque te permite
programar el viaje. Aunque hace un par de meses, yendo a Tamshiyacu, el
motor se malogró y un desplazamiento de hora y media pasó a cuatro horas,
botando al agua mis planes. Cosas de la vida.
Al subir a
la embarcación te adentras en un caos donde todo acaba encontrando su lugar. Mercancías
de toda clase: calaminas, jabas de pollos, balones de gas, cajas de verduras,
mochilas, chalecos salvavidas que nadie se pone, sacos de cemento, bloques de
hielo, paquetes de gaseosa, maletas y bolsos… se ubican en el techo de la nave
pero también por entre los pasajeros, como completando el tetris.
Por eso
hay que llegar pronto, para poder sentarte en un buen sitio y donde quepan tus
piernas. En cambio, cuando agarro el ponguero en Indiana nunca sé en qué
hueco hallaré acomodo rumbo a Yanashi u Orellana, porque el barco salió de
Iquitos ya medio repleto y cargado.
A pesar de
la aglomeración de viajeros y bultos, hace muchos meses que casi nadies lleva mascarilla. Los
datos epidemiológicos han mejorado y por ahora ómicron no asoma la patita, de modo que la gente conversa sin
problema de lo humano y lo divino, la mayoría son vecinos y conocidos de la
misma zona y cinco o seis horas dan para arreglar el mundo varias veces.
Este
autobús fluvial deja a cada uno en su comunidad y eso implica muchas paradas, las
abuelas saltan a tierra llevando sus equipajes -la ribera es el hábitat natural
de este pueblo- y yo me quedo a cuadros con la agilidad y el manejo. En Orán,
escala obligada más abajo de la boca del Napo, ingresa una escuadrilla de
mujeres y niños vendiendo comida: empanadas, platos de arroz, bolsas de
refresco, galletas, naranjas o caña dulce. El desorden y la estrechez se
recrudecen.
Y es que
hay toda una industria alrededor de los pongueros. La hora antes
de la salida, mientras los clientes se van acomodando, entra el vendedor de
periódicos anunciando “prego! prego!”
apocopando la palabra, una niña ofreciendo uvillas o el habitual mercachifle de
audífonos o cargadores de celulares. Me asombra un bote-restaurante donde
despachan almuerzos que cocinan allí mismo en un hornillo portátil; se acerca
por un costado de la nave y va entregando por las ventanas los descartables con
el tacacho o los tallarines a los
pasajeros interesados, que por allí mismo cancelan.
Pero lo que más le gusta a la gente, con mucha diferencia, es el aguaje, un fruto regional que es
apenas la camisa de una pepa envuelta
en cáscara de escamas. En el puerto de Aucayo la aguajera ingresa con un balde
y los vende toditos, les vuelve locos. Yo es que no lo entiendo: mucho trabajo
de pelar y poco que llevarse al diente.
Los
pongueros que surcan desde la frontera durante toda la noche tienen menos vida
social. Ponen una música altísima, creo que para que el motorista no se
duerma y esté bien alerta a las palizadas y peligros del río; yo me coloco
tapones en los oídos para pegar el pestañazo porque son más de ocho o nueve
horas de travesía desde el bajo Amazonas.
A mediados de diciembre, cuando el Haydée estaba llegando a Indiana y ya me disponía a bajar, me doy
cuenta de que el proero le hace señas
a un rápido que está zarpando de la balsa. “¿Qué
ocurre?” – le pregunto. “Le he
avisado al amigo que se amedie para que lo recoja a usted, así no hay que
encostar”. No me dio tiempo ni a asustarme; el deslizador se pegó por la proa, yo di un salto con mi mochila, grité
gracias, y a casa que pa luego es tarde.
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