Cita ineludible en mis paseos por la triple
frontera, ahora y cuando vivía por allí, es una visita a Adolfo Zon, el obispo de la amazónica diócesis de Alto
Solimoes, vecina de nuestro vicariato en la parte brasilera. Esta vez
quedamos en la curia, las oficinas
del obispado situadas en una de las torres de la catedral.
Como ya conté aquí (“Un obispo bien salao” – 30 de noviembre de 2018),
Adolfo es un personaje tan simpático como interesante para quienes amamos la
Amazonía y pretendemos dejarnos los huesos por estas tierras: misionero
hasta la médula y con hartísimas horas de vuelo, experto en metodología
pastoral, hombre rápido y resolutivo, defensor de la corresponsabilidad de los
laicos y, por si fuera poco, gallego.
Con palabra fácil Adolfo comparte avatares,
proyectos y barrizales por donde navega su diócesis, poseedor de un realismo
optimista salpimentado con un sentido del humor marca de la casa. Desde que nos conocemos sueña con un
trabajo conjunto de las iglesias de frontera, y especialmente en el Yavarí,
que es una inmensidad que se podría recorrer juntos dando una dimensión nueva a
la tarea misionera. Le cuento la experiencia del alto Putumayo y se muestra
entusiasmado. “Hay que comenzar aunque
sea por poquito”.
Con naturalidad vamos profundizando hacia temas de
fondo sobre la misión, e inevitablemente sale el espinoso asunto de la falta de misioneros. No de sacerdotes
o religiosas prestados por un año o trasladados
para cubrir huecos, sino personas que realmente quieran estar acá, que hagan
una opción por la Amazonía; y entonces Adolfo verbaliza un reclamo recurrente
en tantas conversaciones: “Por desgracia
no se encuentran, nadie quiere venir.
Tanto bla bla bla con el Sínodo, Querida Amazonía y tal… Pero me pregunto: “querida Amazonía, ¿para quién?”.
Mons. Adolfo Zon, en el centro |
Jejeje. Es una manera muy expresiva de plasmar una
cruda realidad: “El misionero, caro mío,
he ahí el problema. Y el Sínodo no dice una palabra sobre el misionero”. Repaso
mentalmente y me temo que es cierto. “Pero
tú estabas allí, le digo, ¿por qué no dijiste tú algo?”. Me acepta la
crítica y sigue a la carga. La inculturación, el diálogo intercultural, la
Iglesia con rostro amazónico, todo está muy bien… “la cuestión es quién”.
Sí, es ahí donde las papas queman. Sin misioneros no hay misión, este es
el recurso fundamental, mucho más decisivo y difícil de encontrar que la plata.
Me refiero a misioneros auténticos, como los clásicos, que vengan a enterrarse a la selva, sin retorno; no agentes
pastorales que acepten ir a la misión a prestar un servicio de uno o dos años, con todos
mis respetos y agradecimiento hacia ellos. En tan poco tiempo no logramos descalzarnos,
aprender y reinventarnos, por muy buena voluntad que tengamos. Queramos o no, uno camina con un pie en el estribo y la misión ad
gentes no pasa de bonita anécdota en el curriculum.
Porque es una cuestión de pasión, y esta palabra brota de los labios de Adolfo en varios
momentos del encuentro, y me hace sintonizar plenamente. Pasión es una marea
que te arrastra, un fuego que te consume,
algo tan grande que te ves dentro de eso, no puedes manejarlo, como cuando
estás enamorado. No es una función o un trabajo que podrías cumplir igualito
en tu país que en el lugar de misión (recuerdo que alguien me dijo así para
animarme a dar el salto al Perú), es la entrega de tu propia vida entera, sin
condiciones, pase lo que pase y para siempre.
Estas son
las personas que necesitamos, y nosotros mismos, los que ya por estos ríos surcamos,
necesitamos aspirar a serlo. Escribo esto en San Pablo, al final de mi
visita a cinco puestos de misión del Bajo Amazonas, y hace un rato encontré,
mirando entre los viejos libros de la estantería de la casa, un ”Catecismo para
comunidades de la selva”, un librito de formación básica breve, eficaz… y
adaptado a nuestra gente, ¡hecho por los mismos misioneros de hace 35 años!
Ellos, los clásicos, que durante décadas de acompañamiento a estos pueblos
lograban conocer lenguas, culturas y caracteres, estaban en disposición de
hazañas así.
Sobre la pared de la oficina de Adolfo hay una
pintura de uno de sus predecesores, un Mons. Adalberto Marzi que fue obispo en
este rincón selvático la friolera de 29 años. Me cuenta que le gusta verlo ahí
porque siempre recuerda su consejo favorito a los misioneros: “Paciencia… mucha paciencia… y más
paciencia”. No es mal programa para los que nos atrevemos a querer a la Amazonía.
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