14 de agosto, Indiana.
Todavía no me lo acabo de creer. Veo mi vieja maleta con sus fauces abiertas,
alistándose, como tantas otras veces, para el viaje, es de noche. Incluso hace
un rato hice el check-in del primer
vuelo, Iquitos-Lima, pero ni modo, me
cuesta, estoy como si me fuese a
despertar de un bonito sueño, pero no, es real: ¡me voy a España de vacaciones!
Parece que ha
transcurrido un siglo desde la última vez, ¡tantas cosas han pasado! Aquella
remota travesía comenzó para mí en Leticia y siguió escala Bogotá, porque yo
vivía en Islandia, misionero feliz dedicado nomás a su misión, y no había
pandemia…. Ahora, desde Indiana, lidiando con el virus, paro embarrado en mil
tareas de coordinación y animación, y trato de seguir siendo feliz. Todo ha
cambiado; solo la maleta, compañera de mil aventuras durante más de veinte
años, permanece.
Me siento muy cansado.
Es lo que me sale escribir. Cansado y acaso un poquito quemado tras año y medio sometido al aprendizaje urgente e
ineludible del servicio de vicario general, de un día para otro con la
obligación de estar al frente del Vicariato, mi obispo atacado por la COVID.
Literalmente agotado por una avalancha incesante de trabajos y
responsabilidades que parecen la hidra de infinitas cabezas que se regeneran y
reproducen apenas las cortas. Y, creo que como todo el mundo, ciertamente desgastado
por la situación de incertidumbre, peligro, desamparo y aflicción por la que
estamos pasando a causa del virus.
Recuerdo pocos
momentos en mi vida en que, como ahora, sintiera la necesidad absoluta de parar
y desconectar. Descansar de manera intensiva, sin diseños ni intentos; reposar sin disimulo, poniendo manos a la
obra y con los cinco sentidos. Y luego reflexionar, tomar perspectiva, evaluar
y sacar lecciones, hacer reformas y
probablemente resetear aspectos de mi vida y mi labor vicarial; discernir y
aplicar remedios, hacer cambios, sí, pero ante todo descansar. Ha sido un
tiempo excepcionalmente intenso, es cierto, pero si sigo así no iré muy lejos.
De momento ojalá los pulmones me alcancen para llegar a los brazos de los míos.
21 de agosto, Isla
Cristina. Tras un viaje afortunado, en el que hay que mostrar el carnet de
vacunación como se hacía en mis primeros veranos en África con la fiebre
amarilla, finalmente pude abrazar fuerte a mi familia. Llevaba dos años viéndolos nomás en la pantalla, preocupado por
que no se contagiasen, soportando el estrés de que estuvieran amenazados por un
peligro letal e inédito, pero sin poder ayudarles.
Hay todo lo que tanto extrañaba (ver “Saudade” – 15 de agosto
de 2020): paseos por la playa, pescaíto fresco, conversaciones con mis hermanas al atardecer, helados de chocoavellana, tiempo
con mis sobrinos, reencuentro con el mar y su
silenciosa complicidad… La memoria de mi
cuerpo rescata mil sensaciones de experiencias felices disfrutadas bajo este
sol costero durante casi 25 años, la mitad de mi vida.
Ahora necesito ese género de descanso total que
solo hallo aquí y junto a los míos, saborear la raíz de quién soy para hallar
calma y seguridad. Y silencio; por eso he apagado el celular, disculpen quienes
tratan de contactarme. A mis amigos les
digo que estoy bien, y que pronto nos veremos y podremos compartir el sencillo
milagro de estar presentes, tú y en mis cosas y yo en las tuyas, rompiendo
distancias y retrasos.
Amanece y escucho el rumor del mar, el frescor pegado
a mi piel como preludio del día que se abre paso. Cierro mis ojos y saboreo la
dicha de estar en casa.
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